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Los derechos y deberes humanos

y la agenda social para la democracia


y la participación ciudadana
Asunción, Paraguay, abril de 2011

Dr. Rodolfo Soriano Núñez1

Primero deseo agradecer al Consejo Episcopal Latinoamericano y de manera


más específica a su Departamento de Justicia y Solidaridad, así como a la
Fundación Konrad Adenauer, por la invitación a este seminario dedicado al
papel del laico en los procesos de participación ciudadana y democracia en
América Latina y el Caribe. También agradezco mucho a nuestros anfitriones
en Paraguay por sus gentilezas y atenciones.

En lo que hace al tema que nos convoca, antes de presentar mis ideas,
advierto que es necesario ser muy cautos acerca de la capacidad que tienen
las ciencias sociales para ofrecer una visión abarcadora de la cada vez más
compleja realidad latinoamericana sin caer en los lugares comunes tan
frecuentes en el análisis social, el discurso político y, lamentablemente,
también en las propuestas en materia pastoral. Creo que, sin renunciar a la
iluminación que podamos ofrecer los cientistas sociales, es necesario más bien
profundizar en las exigencias del mensaje y el llamado contenido en los
evangelios y en reconocimiento de los éxitos y los fracasos de la Iglesia a lo
largo de su historia, y no esperar que la ciencia resuelva problemas que
competen más a la doctrina y, sobre todo, a la identidad de la Iglesia como
comunidad de creyentes.

En este sentido, este documento está concebido como una reflexión que busca
orientar algunas de las posibles rutas de trabajo en la ruta del respeto de los
derechos humanos, de la construcción de la democracia representativa y de la
1
Licenciado, maestro y doctor en sociología. Profesor de la Universidad Autónoma
Metropolitana-Azcapotzalco. Autor de En el nombre de Dios. Religión y democracia en México
y Religión y política en América Latina, entre otros textos.

1
ampliación de los márgenes de la participación ciudadana. Estos procesos de
democratización, de respeto a los derechos humanos y de ampliación de los
márgenes del respeto a los derechos humanos, no son—ni siquiera en las
naciones más desarrolladas del planeta—asuntos cerrados.

Todo lo contrario. La compleja dinámica de la construcción democrática y la


ampliación de la participación ciudadana, son problemas que se renuevan de
manera insospechada. Pensemos en los debates acerca de la solución de los
problemas de deuda en Islandia, España, Portugal o Grecia; los excesos de las
élites de la política, representados mejor que nunca, en la persona del primer
ministro italiano Berlusconi, o las discusiones en Estados Unidos acerca de las
vías para acceder a la ciudadanía, por la sangre o el lugar de nacimiento, así
como la avalancha de problemas que plantean las revelaciones de Wikileaks, y
veremos representados, como en un monumental fresco, algunos de los
“nuevos” problemas que nos obligan a pensar, una vez más, en la democracia,
los derechos humanos y la participación de la Iglesia, tanto las jerarquías como
los laicos.

En el caso de América Latina la necesidad de renovar constantemente la


reflexión es más acuciosa, en la medida que la región ha avanzado de manera
notable en las rutas de la democratización formal de las estructuras y las
instituciones de gobierno, e incluso ha incorporado, en algunos casos,
mecanismos de participación ciudadana de manera que el desempeño de esas
instituciones sea más representativo y más cercano a las necesidades de la
sociedad, pero ello no ha garantizado reducciones constantes, suficientemente
significativas, en los índices de desigualdad y/o concentración de la riqueza.

Mi preocupación al redactar estas líneas tiene que ver con varios factores. El
más importante, es el de las experiencias previas de América Latina con la
gobernabilidad democrática. Pensar que la democracia es algo
verdaderamente novedoso en la región es algo que cualquier estudiante de
secundaria en Argentina pondría en duda cuando se considera lo que fue la
república radical. El problema, más bien, es que muchas de las experiencias
latinoamericanas con la democracia no han logrado los mejores resultados,

2
pues existieron y existen marcadas divergencias entre el carácter formalmente
democrático del régimen, como lo establecen las constituciones y las leyes que
de ellas emanan, y los resultados, tanto en el ámbito político como en el
económico o en el de los derechos, así llamados “sociales”, que producían.
Estos resultados eran más propios de regímenes oligárquicos y el aparato
formal de los estados, en no pocas ocasiones, ha encubierto dictaduras, e
incluso—en los casos más extremos—regímenes despóticos o sultanáticos.
El Paraguay de Stroessner es, a propósito de nuestra estancia, un ejemplo
paradigmático de los posibles abismos entre las formas y las prácticas de la
democracia.

Ello explica, por ejemplo, la manera en que la democracia chilena colapsó en


los setenta, o la manera en que los excesos del cogollo venezolano acribillaron
a la República de Punto Fijo y terminaron por entregar una de las economías
más ricas del continente a Hugo Chávez, sino olvidar todos los otros colapsos
de las democracias del continente, así como el derrotero de las regresiones
que—para mal—se introducen en algunos de los regímenes de la región.

En este sentido, el primer reconocimiento que tendríamos que formular, es que


la democracia como la hemos conocido en los últimos 20 o 30 años en la
región no es algo que podamos considerar garantizado. La amenaza de la
regresión está ahí. Quizás ya no en la forma del ascenso del primer peronismo
o como resultado de una revolución que se contradice a sí misma, como en el
caso de México, Cuba, Nicaragua y Bolivia, pero sí en la forma de una
creciente distorsión de los contenidos y los resultados que las instituciones
formalmente democráticas ofrecen a los ciudadanos.

Es por ello, que la reflexión necesita, en un primer momento, pensar acerca de


la manera en que la doctrina social de la Iglesia y el concepto de derechos
humanos se han imbricado en la realidad de América Latina y cómo, a su vez,
la DSI y los DH han contribuido a construir el concepto de democracia que,
eventualmente, servirá de base para construir la agenda democrática y de la
participación social.

3
Para dar cuenta de la manera en que ha evolucionado la comprensión del
concepto de derechos humanos en América Latina y cómo se ha vinculado con
los procesos de democratización y participación ciudadana en la región, es
importante tener en mente la distinción fundamental entre derechos “como
principio” y derechos “como práctica”. Los derechos “como principio” han
existido prácticamente ya desde la tercera o cuarta década del siglo XIX y
habría incluso quienes dirían que, gracias a instituciones como la de “justicia
mayor” del antiguo derecho español, existieron prácticamente con la redacción
de las Leyes de Indias, o incluso antes. Lo importante—sin embargo—es
pensar que la sola publicación de una ley no resuelve problemas profundos de
respeto a los derechos humanos o la democracia.

Un breve recuento
En este sentido, una primer tarea que me gustaría completar en este espacio,
es desarrollar una apresurada pero muy necesaria consideración de qué es lo
que sabemos, por una parte, acerca de las tensiones entre lo dispuesto por las
leyes y lo que los ciudadanos de a pie viven o sufren en las calles de Lima,
Buenos Aires o Tegucigalpa y, por otra parte, vincular esta reflexión con lo que
ha sido la tarea de la Iglesia.

Foweraker y Landmann (1997), quienes han conducido el más completo


análisis de la relación entre la democracia y el respeto a los derechos
humanos, ofrecen intuiciones clave para comprender qué tan grandes son los
abismos entre los derechos “como principios”, es decir, tal y como están
codificados en las legislaciones de nuestros países y los derechos “como
prácticas”, es decir, la manera en que esos derechos se viven en las calles de
nuestras ciudades.

Desde la perspectiva de Foweraker y Landmann, centrada en los casos de


Brasil, Chile, España y México, además del déficit entre las dos formas de
derechos ya referidas, es necesario destacar el papel que desempeñan
algunos movimientos y organizaciones sociales como promotores no sólo, y
quizás no tanto, del reconocimiento y codificación de los derechos políticos y

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sociales (según la clasificación de T. H. Marshall de los derechos2) y, por otra
parte, en la codificación y observancia de los derechos civiles o individuales,
así como—sobre todo—de las transformaciones de las prácticas que explican
cómo se viven los derechos a nivel de calle.

Algo importante, que la DSI predica desde mediados del siglo XIX y que las
diócesis más activas del continente reconocen como una realidad, pero que—
en general—las conferencias episcopales de la región no reconocen con la
suficiente fuerza en sus documentos y programas de acción, es que existen
fuertes correlaciones entre el activismo de los movimientos sociales y el
respeto y la observancia de los derechos en cuestión. Por ejemplo, señalan
que los sindicatos han desempeñado un papel clave en la configuración de las
instituciones preocupadas con el respeto a los DH en distintos países. En otras
palabras, si existen sindicatos (o alguna otra forma de organización social),
suficientemente activa, la observancia de los “derechos en la práctica” será
mucho mayor.

La distinción es relevante porque, incluso si es posible asumir que las


transiciones a la democracia ya ocurrieron en toda la región, con la excepción
de Cuba, es aún posible plantear dudas acerca del desempeño cotidiano de
muchas de las democracias en el continente, especialmente en lo que hace al
respeto de los DH.

Al abordar justamente esta tensión fundamental entre los “derechos como


principio” y los “derechos como práctica” en la región, Méndez y Mariezcurrena
(2000 38) coinciden que es equivocado:
[P]ensar que los derechos humanos se respetan plenamente sólo porque se
celebran elecciones de manera regular. Por otra parte, sería un error más serio
aún perder de vista los inmensos beneficios y oportunidades que el nuevo
periodo democrático ofrece. Los líderes políticos y las sociedades civiles de la
región tienen una gran oportunidad para construir una relación de mutuo apoyo
basada en la libertad y la justicia y, sin embargo, muchas veces no reconocen
que esa relación no ocurrirá de manera espontánea. La falta de planes
concertados para aplicar normas de respeto a los derechos humanos de
manera cotidiana contrasta de manera notable con la disposición para convertir
vistosos principios generales en normas constitucionales.
2
Marshall (1973) distingue entre derechos civiles, políticos y sociales, como componentes o
elementos del concepto de ciudadanía.

5
Es pues ahí, en las tensiones entre los “derechos como principio” y los
“derechos como práctica”, donde las nuevas luchas por los DH en la región se
han desplazado. Es en esa tensión donde es posible ubicar muchas de las
confrontaciones entre los líderes políticos y los líderes religiosos en la región,
tanto que es posible decir que, en la región, las luchas para construir
regímenes democráticos han sido las luchas para proteger y defender los DH,
pero que esas luchas están lejos de haber concluido, no sólo porque la
comprensión misma del concepto de derechos humanos cambia, sino porque
también cambian las condiciones en los que la reflexión y el análisis se realiza.
Es el caso, por ejemplo en México, de la nueva preocupación acerca del
respeto a los derechos humanos de los transmigrantes centroamericanos en
territorio mexicano, pero—sobre todo—es el caso de Venezuela que, en los
últimos 20 años pasó de ser una república democrática, la república de Punto
Fijo, a lo que quiera que sea ahora esa nación, o el caso de EU, donde se
vuelve a discutir ahora si los nacidos en ese país efectivamente tienen o no el
derecho a reclamar la nacionalidad de EU.*

Para comprender mejor el papel que han desempeñado y que pueden


desempeñar las organizaciones religiosas, especialmente la Iglesia católica en
la construcción de regímenes democráticos y de derechos, es posible recurrir a
la obra de Edward L. Cleary, quien abordó en 1997 el problema de la relación
entre las luchas de distintos grupos religiosos en la región por el respeto a los
DH en la región en los contextos de los gobiernos militares y los gobiernos
autoritarios que afectaron a la región desde mediados de los sesenta y hasta
finales de los ochenta. Cleary considera que las vastas redes de
organizaciones de promoción y defensa de los DH aparecieron precisamente
por el número abrumador de abusos perpetrados por los regímenes
autodeclarados de “seguridad nacional” y las guerrillas que crecieron en
oposición a ellos, pero también por el trabajo autónomo desarrollado por las
iglesias, especialmente la católica en el ámbito de la defensa, promoción y
respeto de los DH, como parte del legado de los pontificados de Juan XXIII y
Pablo VI, del Vaticano II y de las conferencias de Medellín y Puebla, del
CELAM.

6
En este sentido, es importante reconocer que aún cuando los elementos de la
doctrina de los DH estaban presentes en la región ya desde los sesenta, como
lo señala Carozza (2003), fue hasta los setenta, con la combinación de los
abusos extremos, la movilización de las organizaciones de base de distintas
iglesias y de organismos civiles preocupados por la defensa de los DH, y la
maduración de los legados antes referidos, que la promoción y el respeto a los
DH ocuparon un lugar central en la actuación de la Iglesia en la región.

Es necesario recuperar la conciencia de la participación destacada de la Iglesia


como un actor muy importante, integrado en abanicos más amplios de actores,
tanto a escala internacional como en las distintas naciones, que presionaron,
desde distintos frentes, para lograr la democratización y el respeto a los DH.
Ello ha abierto la puerta a una era de reconsideración de los alcances de las
libertades religiosas, que muchos consideran parte de los DH, en la región, así
como una revaloración de las relaciones entre religión y política.

Ello ha permitido también algunos cambios en las legislaciones en materia de


culto y relaciones Estado-Iglesia, que han permitido que la relación entre
religión y política sea más fluida, con un mayor número de intercambios en
ambos sentidos, pues los cambios en el régimen político han facilitado cambios
en la práctica religiosa y la práctica religiosa, a su vez, ha hecho más atractiva
para distintos actores sociales de la región la participación en la política.

Sin embargo, es necesario reconocer que muchos de esos avances se


disuelven, e incluso se ponen en entredicho, en la medida que se tratan de
construir, reconstruir o mantener, contra y viento y marea, arreglos
institucionales entre los estados nacionales y la Iglesia católica que, la protejan
de la competencia de otras denominaciones religiosas y/o le garanticen el
financiamiento de sus actividades. Y no es sólo el caso, más extremo y cada
vez más atípico, de Argentina, sino incluso de México, donde lo que predominó
desde mediados del XIX y hasta 1991 fue un conflicto, más o menos abierto,
entre la Iglesia y el Estado.

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Marotisca (1998 45) considera, en este sentido, que “la expansión de las
libertades civiles durante el periodo de transición a la democrática en la década
de los ochenta catalizó una explosión de innovación en las prácticas religiosas”.
Esta innovación, es necesario recordarlo, fue resultado del legado del Vaticano
II y de Medellín y Puebla, y permitió—entre otras muchas cosas—encontrar
nuevos mecanismos de interpelación de la Iglesia a sociedades cambiantes y
afectadas por una serie de problemas quizás más complejos que los que
enfrentamos ahora.

Anthony Gill, a su vez, confirma la existencia de estos procesos de cambio y


expansión, pero advierte que las variaciones en la intensidad de estos cambios
no dependen de la doctrina como tal, que es igual para todos los países, sino
más bien de los arreglos o diseños institucionales y jurídicos en los que la
Iglesia católica y las iglesias protestantes (1999a y 1999b) de la región actúan.
Y lo que es más, aún cuando reconoce que los arreglos o diseños
institucionales son importantes para dar cuenta de las diferencias en el
desempeño de la Iglesia, por ejemplo, entre Argentina y México, lo que es más
importante—creo yo—es la imaginación con la que las propias autoridades de
la Iglesia, en el plano diocesano, logran definir o comprender su papel.

No es gratuito que, por ejemplo, al dar cuenta de la contribución de la Iglesia a


los procesos de democratización en los últimos 20 o 30 años en la región,
Manuel Antonio Garretón reconozca el papel que las instituciones religiosas y
de la Iglesia católica en particular han desempeñado, aun cuando Garretón
encuadra la actuación de la Iglesia en una dinámica similar a la las
organizaciones no-gubernamentales (ONGs) de la región (Garretón 1997 9):
[L]as iglesias, especialmente la católica, y en menor medida algunas de las
protestantes, tuvieron un papel crucial en cuatro aspectos, inclusive en aquellos
países en los que, como Argentina, la jerarquía apoyó al régimen militar. En
primer lugar, la Iglesia puede dar cabida a distintas sensibilidades, ideologías y
visiones y unificarlas en las doctrinas de los derechos humanos o del derecho a
la vida. En segundo lugar, porque sus aspiraciones como representante de lo
universal o en nombre de la sociedad en general o de Dios, la Iglesia puede
confrontarse legítimamente con un régimen militar. En tercer lugar, la Iglesia
ofrece un espacio ideológico, social y político para sus propios seguidores y
militantes así como espacio físico y capacidad de organización e incluso
protección institucional para todos los sectores de la oposición, lo que le
permite crear posibilidades para la negociación. En cuarto lugar, como

8
consecuencia de lo que ha sido mencionado ya, la Iglesia es un espacio para
reunir a diferentes sectores de la oposición, así como un actor por derecho
propio, capaz tanto de oponerse como de ser un interlocutor de un régimen
autoritario. Aquí es donde se encuentran las fortalezas y las debilidades de las
intervenciones desarrolladas por la Iglesia en esos contextos [Énfasis en el
original].

Desde una perspectiva de análisis mucho más ambiciosa, de alcance global,


José Casanova ofrece ideas clave para comprender cómo la Iglesia desarrolló
una doctrina y una práctica de acción pública centradas en la promoción y la
defensa de los DH. Para él, la incorporación de la doctrina de los derechos
humanos en los documentos de Juan XXIII y del CVII marca el punto de
inflexión clave en la historia de la DSI y da forma, eventualmente, a una
“sacralización” de los DH (Casanova 2001b 1075).

Para Casanova lo fundamental es la adopción que hizo el Concilio de una


doctrina universal de los derechos humanos, pues permitió al catolicismo
“liberarse de la camisa de fuerza del Estado-Nación, para hacer suya de nueva
cuenta su dimensión transnacional y su carácter como líder en el ámbito global”
(Casanova 2001b 1076). Más aún, dada la “sacralización” del criterio de los
derechos humanos en la DSI, Casanova encuentra un cambio cualitativo en la
relación entre el catolicismo y la democracia:
La posición tradicional y la actitud de la Iglesia católica hacia los regímenes
políticos modernos ha sido la de neutralidad hacia todas las “formas” de
gobierno. En tanto las políticas de esos gobiernos no violen de manera
sistemática los derechos de la Iglesia a la libertad religiosa, libertas ecclesiae, y
el ejercicio de sus funciones como mater et magistra, la Iglesia no pondría en
duda su legitimidad. La hipótesis de la moderna doctrina de los derechos
humanos, implica, sin embargo más que la simple aceptación de la democracia
como una “forma” legítima de gobierno. Implica el reconocimiento que la
democracia moderna no es solo una forma de gobierno sino un tipo de régimen
político basado normativamente en los principios universalistas de la libertad
individual y los derechos individuales (Casanova 1997 136).

El CVII reconfiguró la liturgia y las relaciones entre las distintas capas de


autoridad dentro de la Iglesia. También renovó su comprensión de los derechos
humanos en la medida que favoreció una “refundación de la moral católica”
(Gómez Mier 1995 610). De manera particular, el Concilio acogió a los
derechos humanos en la Iglesia católica y se convirtieron en un rasgo central
de la DSI y, más específicamente, en un rasgo central de los programas
pastorales católicos de AL. Al reflexionar sobre el alcance de este cambio,

9
Weigel (1990 17) lo califica como “la otra revolución del siglo XX”, una
revolución que implicó la transformación de la Iglesia católica en una institución
mundial comprometida con la defensa de los derechos humanos.

Un documento clave del Concilio que da cuenta de estos cambios fue la


constitución pastoral Gaudium et Spes, (1965) (GeS). En ese documento, el
Concilio ofrece un análisis de los cambios más importantes durante del siglo
XX y ofrece proposiciones normativas acerca del mundo y de las posibles
formas de relacionarse con él. Animada por un espíritu de renovación
institucional, la reflexión de GeS confronta al mundo contemporáneo, sus
contradicciones y sus retos con la esperanza de construir una nueva relación
con él.

GeS es relevante pues, aún cuando no hace referencias específicas a la


democracia o a la gobernabilidad democrática, hay preocupaciones explícitas
acerca del desempeño esperado de los laicos católicos, el diseño general de
las instituciones y los resultados que tendría que ofrecer ese diseño
institucional de los regímenes políticos que resuenan, casi como un diapasón
perfectamente afinado, con las definiciones contemporáneas de la
gobernabilidad democrática. 3 Más aún, para compensar el silencio de GeS en
ese asunto es posible encontrar una detallada consideración de las maneras en
las que la organización de las comunidades políticas afecta las posibilidades
del individuo de ejercer sus capacidades. Para GeS la más importante de estas
habilidades es la libertad, aunque no ofrezca una definición precisa de ella.

GeS es importante, también, porque fija los criterios que sirven a los obispos de
AL para reconfigurar sus relaciones con la política en la región. Lo hace, al
ofrecer un marco general a partir del cual los obispos desempeñarán sus roles
siguiendo el modelo de Eisenstadt (1993 16) de desempeño de las élites
religiosas. En GeS, y los documentos que inspiró, es posible observar cómo la

3
El Concilio fue consistente con una larga tradición de la Iglesia de no ofrecer apoyo explícito a
sistema político o ideología alguna. Como se verá más adelante en este capítulo, esta tradición
fue alterada por Juan Pablo II con Centesimus Annus. Sin embargo, en los sesenta hubiera
sido impensable hacerlo, entre otras razones, porque las definiciones mismas de democracia
eran objeto de acalorados debates, pues naciones como la URSS y sus satélites en Europa
oriental, Asia, África y AL decían ser democráticas también.

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jerarquía católica enfatiza las diferencias entre los ámbitos de lo terrenal y lo
espiritual; no lo hace, sin embargo, para eliminar la distinción. Hacerlo le
permite criticar de manera más autónoma, a partir de valores y criterios que
GeS fija, el desempeño de las élites políticas. GeS es así un punto de inflexión
en la historia del pensamiento político y social del catolicismo.4

Aquí es posible vincular la reflexión de GeS con el análisis desarrollado por


Casanova (2001a 433) de otro documento del CVII, la declaración Dignitatis
Humanæ sobre libertad religiosa (1965). No en balde, Casanova lo contempla
como el más importante legado del Concilio por dos razones. Por una parte, la
declaración pone fin a una cierta comprensión de las relaciones de la Iglesia
con otras creencias religiosas. Será luego de la publicación de Dignitatis
Humanæ que la Iglesia encontrará en la libertad religiosa y el pluralismo
religioso rasgos positivos y no retos a sus intereses.5 Por otra parte, la
4
Documentos publicados más adelante por la Santa Sede como Octogesima Adveniens (OA)
de Pablo VI en mayo 14 de 1971, expandirán la reflexión original planteada por GeS. En OA
Pablo ve a la democracia como una herramienta para balancear la influencia de la tecnocracia
y de otras formas de autoritarismo, lo que le permite vincular esa posibilidad con la doctrina del
respeto a los derechos humanos desarrollada por Juan XXIII en Mater et Magistra (1961):
47. El paso al campo de la política expresa también una exigencia actual de la persona:
mayor participación en las responsabilidades y en las decisiones. Esta legítima
aspiración se manifiesta sobre todo a medida que aumenta el nivel cultural, se
desarrolla el sentido de la libertad y la persona advierte con mayor conocimiento cómo,
en el mundo abierto a un porvenir incierto, las decisiones de hoy condicionan ya la vida
del mañana. En la encíclica Mater et magistra, Juan XXIII subrayaba cómo el acceso a
las responsabilidades es una exigencia fundamental de la naturaleza de la persona, un
ejercicio concreto de su libertad, un camino para su desarrollo; e indicaba cómo en la
vida económica, particularmente en la empresa, debía ser asegurada esta participación
en las responsabilidades. Hoy día el ámbito es más vasto: se extiende al campo social
y político, donde debe ser instituida e intensificada la participación razonable en las
responsabilidades y opciones. Ciertamente, las disyuntivas propuestas a la deliberación
son cada vez más complejas; las consideraciones que deben tenerse en cuenta,
múltiples; la previsión de las consecuencias, aleatoria, aun cuando las nuevas ciencias
se esfuerzan por iluminar la libertad en esta importante coyuntura. Por eso, aunque a
veces es necesario imponer límites, estas dificultades no deben frenar una difusión
mayor de la participación de toda persona en las deliberaciones, en las decisiones y en
su puesta en práctica. Para hacer frente a una tecnocracia creciente, hay que inventar
formas de democracia moderna, no solamente dando a cada persona la posibilidad de
informarse y de expresar su opinión, sino de comprometerse en una responsabilidad
común.
5
La valoración negativa que documentos previos hacen de la libertad religiosa es resultado
tanto de la evolución de la DSI, como de experiencias negativas con naciones que negaron, en
nombre de la libertad religiosa, los derechos de los católicos a practicar su fe, como en los
casos de Inglaterra y Prusia. Es consecuencia también de los excesos de naciones que se
presentaban a sí mismas como católicas, como en el caso de España durante la
contrarreforma, cuando no ser católico era visto como una amenaza para el Estado. Fue
también consecuencia de lo que se veía como consecuencias negativas de la práctica religiosa
en sociedades plurales como EU en las que, se consideraba, las diferencias entre confesiones
se diluían.

11
declaración hace de la noción de derechos humanos el criterio clave para
definir las relaciones de la Iglesia con los regímenes políticos. Casanova lo
plantea así:
De modo que ¿cuáles son las condiciones en las que los espacios autónomos
de la Iglesia se pueden constituir en espacios privilegiados para la creación de
organizaciones de la sociedad civil? Para decirlo de manera abrupta, la Iglesia
solo se convierte en una institución de la sociedad civil cuando deja de ser una
Iglesia en el sentido weberiano del término: cuando renuncia a sus
aspiraciones a ejercer un monopolio y reconoce las libertades religiosa y de
consciencia como derechos humanos universales e inviolables. Esto es lo que
pasó en la década de los sesenta con Dignitatis Humanæ, la declaración sobre
la libertad religiosa del Concilio Vaticano segundo y con la apropiación, por
parte de la Iglesia, del moderno discurso de los derechos humanos que inició
con la encíclica del papa Juan XXIII Mater et Magistra (1961). A partir de ese
momento, el discurso en material de derechos humanos será un aspecto
central de las encíclicas papales y de las cartas pastorales de las conferencias
nacionales de obispos en todo el mundo, lo que permitió superar una larga
historia de repetidas condenas oficiales y categóricas de las doctrinas de los
derechos humanos cuyos orígenes se encuentran en la condena de Pío VI de
la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano elaborada por la
Asamblea Nacional francesa en su breve Caritas (1791). Juan Pablo II, de
manera particular, ha hecho de “la sagrada dignidad de la persona humana” la
piedra angular de su prédica global (Casanova 2001 1046).

Esto es más importante en la medida que, siguiendo el modelo de desempeño


de las élites religiosas de Eisenstadt, GeS y Dignitatis Humanæ ofrecen
criterios a partir de los cuales la Iglesia en su conjunto, y las conferencias
nacionales de obispos en particular, criticarán el desempeño de las élites
políticas en la región desde finales de los sesenta.

La celebración del Concilio y los cambios políticos y sociales de la época


enfatizaron las tendencias hacia el cambio en las estructuras de la Iglesia en la
región. El más importante de estos cambios fue la disposición de los obispos a
cuestionar públicamente, por medio de cartas pastorales o, de manera más
general, con documentos de distinto tipo, realidades como la pobreza, la
marginación, las deficiencias en los servicios de salud o educación, los
resultados de los programas de desarrollo, así como las maneras en que los
gobiernos de la región buscaban el desarrollo.

El CVII, con su compromiso con los derechos humanos, dio a las conferencias
nacionales de obispos un nuevo paradigma para analizar las realidades

12
políticas de sus países.6 Este paradigma permitió un incremento notable de la
capacidad de los obispos y las conferencias nacionales de obispos para
desempeñarse como actores clave de los procesos que han redefinido las
fronteras de la ciudadanía, los propósitos del desarrollo, la estructura de los
regímenes políticos y, de manera más general, los procesos conducentes al
respeto a los derechos humanos, civiles y políticos en la región.

Otras pistas acerca de las relaciones DH, democracia y—en un sentido más
amplio—el ámbito de la política en AL se pueden encontrar en el papel que la
Iglesia desempeñó en las guerras civiles de Centroamérica, en los 1970 y 1980
y en Chiapas, México, en los 1990, así como en los papeles que ha
desempeñado en otros conflictos en la región, incluidos los conflictos basados
en las identidades de grupos étnicos de Ecuador y Bolivia, o los conflictos
basados en condiciones socioeconómicas o de clase en el resto de la región.
Lo que es necesario tener en mente, para comprender los alcances de estos
procesos, son los argumentos de Garretón y Casanova acerca del potencial de
uso de las doctrinas de los derechos humanos y del derecho a la vida, y cómo
la Iglesia católica (y otras instituciones religiosas) pueden cumplir funciones
clave. En un sentido, competir entre sí (esto es perfectamente posible dentro
de la propia Iglesia católica dada la multiplicidad de carismas) o con otras
organizaciones, así como favorecer el fortalecimiento de organizaciones de otra
naturaleza para ofrecer espacios para el diálogo y la negociación que, en última
instancia, cierren o al menos reduzcan la brecha entre “derechos como
principio” y derechos como práctica” en nuestros países.

En este sentido, es particularmente útil el planteamiento que Edward Newman


(2001) hace acerca de los posibles usos de la doctrina de los DH desde la
perspectiva de la reconciliación. Newman argumenta que la Iglesia ha tenido un
6
Ha sido argumentado, sin embargo, que Mater et Magistra (1961) de Juan XXIII, publicada un
año antes que el Concilio, marca el momento del cambio de paradigma en la doctrina de la
Iglesia acerca de los derechos humanos. Incluso si ese fuera el caso, y hay evidencia que
apoya ese argumento en la medida que la encíclica identifica y acepta una serie de esos
derechos, los documentos del Concilio se encuentran en una categoría propia no sólo por el
número de los padres conciliares, sino también por su origen geográfico (el primer concilio
verdaderamente global en la historia de la Iglesia), como por el hecho que se planteó a sí
mismo como un concilio ecuménico en el que hubo representantes de otras confesiones
cristianas. Sin embargo, podría decirse que ese cambio ocurrió en realidad durante el
desarrollo del programa pastoral de León XIII, a quien Juan XXIII cita en repetidas ocasiones.

13
papel y puede tenerlo en el futuro de los procesos políticos de la región, si
opera como mediador de procesos de reconciliación entre los actores políticos
y sociales. El encuentra, además, valiosos ejemplos de experiencias previas de
trabajo pastoral de la Iglesia en procesos de reconciliación en AL. El caso más
notable, desde luego es el del arzobispo-cardenal de Caracas, Venezuela, José
Humberto Quintero Arce, en el Comité de Paz creado por el presidente Rafael
Caldera, en 1969. En esa oportunidad Quintero medió de manera exitosa
acuerdos con distintos grupos que planteaban retos al entonces nuevo régimen
democrático.

Está también el ejemplo de España, donde desde mediados de la década de


los sesenta y hasta mediados de los setenta, la Iglesia tuvo un papel clave
como facilitadora de la transición a la democracia (Philpott 2004 38). En El
Salvador, Guatemala, y Nicaragua, los obispos desempeñaron papeles clave
en las comisiones y comités de reconciliación creados para abordar los
problemas generados por los abusos cometidos durante las guerras civiles de
la región (Carey 2005).

En lo que hace al caso del conflicto en Chiapas, es importante destacar cómo,


desde 1994 y hasta su renuncia como titular de la diócesis de San Cristóbal de
Las Casas, el obispo Samuel Ruiz García, desempeñó un papel protagónico en
los distintos comités y comisiones creados para llegar a acuerdos con el
movimiento neo-zapatista (Meyer 2000). Podrían agregarse, desde luego, las
experiencias de la vicaria de Solidaridad de la arquidiócesis de Santiago de
Chile, durante la dictadura militar de C. A. Pinochet; el Departamento de DH de
la arquidiócesis de México durante la gestión del cardenal Corripio Ahumada; o
el trabajo desarrollado por la arquidiócesis de Managua, Nicaragua, durante la
gestión del cardenal Miguel Obando o, más recientemente, el trabajo del
cardenal Lucas Alamino en la arquidiócesis de La Habana, Cuba, o la actividad
desarrollada por un puñado de diócesis de Estados Unidos para apoyar a los
emigrantes de distintos países de la región, por citar sólo algunos de los
ejemplos más notables.

14
Para Newman (2001), la reconciliación es un proceso crucial para muchos
países de la región porque, hasta ahora, esos países han lidiado con
“fantasmas de su pasado”, es decir, con el legado de los abusos de los
derechos humanos de los regímenes autoritarios de la región y los excesos de
los movimientos de liberación nacional y otras organizaciones anti-sistémicas
que en algún momento participaron de los ciclos de violencia. Shelledy (2004)
enfatiza, valiéndose de un enfoque similar, el papel de la Iglesia en los
esfuerzos en el ámbito global para reducir el pago de la deuda externa de
distintos países.

En la ruta de la “sacralización” de los derechos humanos, Juan Pablo II abrevó


tanto de Mater et Magistra de Juan XXIII, como de Populorum Progressio de
Pablo VI. Uno de los documentos clave para comprender la propia aportación
de Juan Pablo II a este proceso es la encíclica Redemptor Hominis (1979). No
sólo por ser la primera de sus encíclicas, sino—sobre todo—por la manera en
que Juan Pablo II introdujo un matiz, un cambio apenas perceptible en el
discurso de la Iglesia al reemplazar la definición de Pablo VI según la cual “el
desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (PP no. 87), con una definición propia,
centrada en torno al concepto de derechos humanos…
…en definitiva, la paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del
hombre—opus iustitiae pax—mientras la guerra nace de la violación de estos
derechos y lleva consigo aún más graves violaciones de los mismos
(Redemptor Hominis no. 17).

Este cambio, parte de un proceso más ambicioso de reconstitución de la DSI,


esbozado originalmente por Juan Pablo II en sus intervenciones ante el
CELAM, en las ciudades de México y Puebla, implicó una serie de
modificaciones que pueden ser agrupadas en dos grandes áreas. En primer
lugar, implicó la reconstrucción de las estructuras y la doctrina de la Iglesia. En
segundo lugar, implicó la renovación de la figura y el papel del papado. La
renovación de las estructuras y la doctrina de la Iglesia, necesitaba de
operaciones complementarias entre sí. Por una parte, como Casanova enfatiza
(1997 122-31), yendo contra el entendimiento hasta entonces generalizado del
legado del CVII, Juan Pablo II centralizó en él y en la curia romana decisiones

15
clave, lo que desató conflictos con distintos grupos dentro de la Iglesia.7 Sin
embargo, lo hizo al mismo tiempo que internacionalizaba instancias clave de la
Iglesia como el Colegio de Cardenales y la curia romana, lo que introdujo
nuevos enfoques, sensibilidades y prácticas en la estructura de gobierno
interno de la Iglesia.8 También impulsó una renovación doctrinal.9 En lo que
hace a AL, en 1988 promovió una serie de cambios en la estructura de la
Pontificia Comisión para América Latina, que completó el año siguiente con la
reestructuración de la estructura y la reubicación física de las oficinas del
CELAM, que pasaron de Medellín a Bogotá.

En lo que hace a AL, un aspecto clave del trabajo de Juan Pablo II y Ratzinger
fue el tratamiento que debía darse a la teología de la liberación. En este
sentido, la Congregación para la Doctrina de la Fe desarrolló dos documentos.
El primero, en 1984, fue la Instrucción sobre ciertos aspectos de la “teología de
la liberación”10 y, más tarde, en 1986, la Instrucción sobre la liberación cristiana
y la libertad.11 Después de la caída del muro de Berlín, en 1989, no fue
necesario insistir en estos temas.

7
Puede decirse, empero, con Barraclough (1968 93-101) que el papado trata de centralizar sus
poderes desde el nacimiento mismo de la institución.
8
Desde una perspectiva institucional, Juan Pablo II completó el proceso de renovación iniciado
por el CVII, al promulgar un nuevo Código de Derecho Canónico (CDC) (1983), un nuevo
Catecismo de la Iglesia (1992), y nueva legislación que abordaba distintos problemas de
organización y práctica de las funciones de la Santa Sede, como en el caso del procedimiento
para elegir futuros papas, o el papel de las conferencias nacionales de obispo como instancias
generadoras de documentos como los que se analizan en esta investigación. Juan Pablo II,
finalmente, resolvió problemas de infraestructura de la Iglesia con una apuesta temprana y
exitosa por la difusión del pensamiento y la palabra de la Iglesia por medio de Internet y la
construcción de un hotel dentro de la Ciudad del Vaticano que facilitara las visitas de los
cardenales y los obispos a la Santa Sede, lo que complementaba la lógica de
internacionalización.
9
La renovación doctrinal fue desarrollada por Juan Pablo II y su prefecto para la Congregación
de la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, quien fue nombrado en el cargo en 1981.
Juntos se embarcaron en un ambicioso programa que incluyó la elaboración de un nuevo
catecismo de la Iglesia, dado a conocer en 1992, y la publicación de un vasto corpus de
encíclicas, cartas apostólicas y otros documentos. Además, desarrollaron un programa de
crítica de los excesos percibidos en los trabajos de teólogos como Hans Küng, Gustavo
Gutiérrez y Leonardo Boff, entre otros. Ratzinger desempeñó un papel clave al apoyar los
esfuerzos de Juan Pablo II para lograr la preservación de la identidad y el legado de la Iglesia,
cerrando incluso la posibilidad de abrir una discusión a futuro de temas como la ordenación de
mujeres. Además, tendieron puentes con las alas tradicionalistas de la Iglesia.
10
Más adelante, ese mismo año, el entonces cardenal Ratzinger llamó a Gustavo Gutiérrez y a
Leonardo Boff a Roma a defender su trabajo antes de publicar la segunda instrucción.
11
Ambos documentos enfatizan las profundas diferencias entre el método marxista del
materialismo histórico y la DSI, aunque es importante enfatizar algunas contribuciones de los
liberacionistas, especialmente su preocupación por los pobres de AL y su interés en promover
la defensa de los derechos humanos.

16
Pero incluso antes del final de la batalla con la teología de la liberación, Juan
Pablo II desarrolló un nuevo discernimiento de la relación entre la noción
católica de solidaridad y las posibilidades de la gobernabilidad democrática. En
este sentido, es importante ver cómo Juan Pablo II no percibió a la
globalización como un riesgo para la Iglesia, sino como una oportunidad para
globalizar la solidaridad, que era una extensión lógica y necesaria del trabajo
desarrollado en la lógica de la sacralización de la doctrina de los DH. Ello en la
medida que es en ese tipo de respuestas y esfuerzos en donde se encuentran
algunas de las más importantes ventajas discursivas del catolicismo frente a
otras confesiones. Es la tesis sostenida por Weigel (1999, 34) en un texto en el
que señala que:
…el catolicismo aparece mucho más capaz, hoy, de elaborar genuinas
argumentaciones acerca de la manera correcta de ordenar las sociedades y la
conducta de la vida pública internacional que ningún otro cuerpo religioso del
mundo. Sin abandonar los compromisos teológicos que la distinguen, la Iglesia
católica ha desarrollado, a lo largo de los últimos 35 años, una capacidad para
alentar un argumento de moral pública internacional en el cual aquellos que no
comparten las convicciones teológicas del catolicismo pueden participar
plenamente.

En la exhortación apostólica Christifidelis Laici (1988), el papa desarrolló una


reflexión detallada acerca de las relaciones entre la solidaridad, uno de los
temas clave de la primera mitad de su pontificado, la democracia—que sería
abordado con mayor detalle tres años después en Centesimus Annus—y la
necesidad de la competencia para mejorar las condiciones de vida. El
argumento central se encuentra en el parágrafo 42 de Christifidelis Laici, e
influiría más tarde en la elaboración de Centesimus Annus y en algunos
documentos de los obispos de AL, entre otros. Sin embargo, haciéndose eco
de un argumento común en otros documentos de la DSI, Centesimus Annus
enfatiza la necesidad de distinguir entre las distintas formas de la democracia al
fijar un criterio para identificar a la “auténtica democracia”, aquella basada en la
comprensión de la Iglesia tanto de la ley como de los derechos humanos:
Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y
sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se
den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas,
mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la
«subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de
participación y de corresponsabilidad.

17
El pontífice encuentra, sin embargo, una fuente de tensión en el hecho que…
Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la
filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas
democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se
adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático,
al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable
según los diversos equilibrios políticos.

Juan Pablo II enfatiza la necesidad de reconocer la existencia de un límite


superior al principio de la soberanía popular de la teoría clásica de la
democracia y que este límite sea reconocido de manera objetiva en el diseño
de las instituciones de gobierno de las sociedades democráticas…
…a este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la
cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia.

Más aún, continúa una larga tradición que disocia a la DSI de las ideologías…
…la Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o
fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de
científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su
concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana. Al
no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la
cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se
desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por
tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza
como método propio el respeto de la libertad.

Centesimus Annus cumple con el modelo de desempeño de las élites religiosas


de Eisenstadt,12 pues coloca a la DSI, al pontífice mismo y a los otros jerarcas
de la Iglesia más allá de las disputas entre los partidos políticos. Enfatiza las
diferencias entre los ámbitos religioso y político, afirma la autonomía de lo
terrenal, tanto como la de los líderes religiosos como testigos críticos del
desempeño de las élites políticas. Centesimus Annus fija también de manera
clara a los derechos humanos como el límite superior del ejercicio de la
democracia, además de adelantar un argumento acerca de la necesidad de

12
Este modelo de Shmuel Noah Eisenstadt (1993 y 1999) ha sido discutido con mayor detalle
en Soriano 1999 y 2010. Asume que las élites de la religión o, por lo menos los sectores más
heterodoxos de éstas, desarrollan una suerte de programa de crítica del desempeño de las
autoridades políticas, no para subordinarlas, competir con ellas o, en última instancia, erradicar
las diferencias entre las esferas de la política y de la religión, sino más bien para enfatizar las
diferencias. El resultado de ello es, al menos en teoría, la mejora del desempeño de las
instituciones y las prácticas de la política.

18
reconocer la “verdad” como el criterio último del desempeño en la vida
pública:13
La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de
la verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el
hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos
patentes o encubiertos. El cristiano vive la libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31-32),
proponiendo continuamente, en conformidad con la naturaleza misionera de su
vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo con los demás hombres y
estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y
en la cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a
afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su
razón.
La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no posee
título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o
constitucional. La aportación que ella ofrece en este sentido es precisamente el
concepto de la dignidad de la persona, que se manifiesta en toda su plenitud en
el misterio del Verbo encarnado.

La importancia de Centesimus Annus y, de manera más específica, del


parágrafo 46 de la encíclica, se harán evidentes en las referencias que futuros
documentos de la Iglesia en la región y fuera de ella harán a la definición de
democracia contenida en ese parágrafo. En particular, este parágrafo es crucial
para comprender los cambios contenidos en documentos como el que la
CELAM publicó luego de su reunión en Santo Domingo, República Dominicana.

En este punto es necesario reconocer que, sin negar la importancia de los


derechos humanos para el futuro de la DSI y de la Iglesia, es imposible asumir
que la DSI y la reflexión de la Iglesia en esta materia podrá seguir siendo la
“buena” tercera opción entre los regímenes democráticos y los totalitarios, entre
capitalismo y comunismo. Sin importar qué tan valiosa fue esa estrategia en los
siglos XIX y XX, la nueva realidad política y económica del mundo hace que
esa posibilidad sea ya irrelevante en la medida que la mayoría de los
regímenes políticos, con excepción de algunas monarquías islámicas y de
naciones como Cuba o Corea del Norte, tienen elementos de práctica
democrática, como la elección de representantes. La distinción relevante en la
actualidad ocurre entre los regímenes políticos que efectivamente respetan los

13
Centesimus Annus relaciona esa condición de “verdadero” con el ejercicio de la libertad.Una
libertad ceñida por el límite al respeto de los derechos humanos y la dignidad humana y, en
última instancia, a la aceptación del evangelio. Fue en la construcción de este puente entre
democracia, libertad y la aceptación de este criterio para definir lo “verdadero” de la
democracia, donde emergen fuertes tensiones entre la teoría católica de la gobernabilidad
democrática y otros discernimientos (liberales o agnósticos) de la democracia.

19
derechos humanos y aquellos que no lo hacen.14 Más en la medida que las
nuevas realidades sociales, dejan ver la existencia de una constelación de
posibles ámbitos en los que las violaciones pueden ser promovidas, facilitadas
o simplemente toleradas desde estructuras de poder político, aparentemente
democráticas, que sin embargo operan como rehenes de intereses
económicos.15

A pesar de ello, la denuncia de las violaciones de los DH no se puede convertir


en el núcleo del desempeño público de la Iglesia. Ello la haría caer en lo que
Luhmann (1989 99) llama el “desarrollo parásito de la religión,” un desarrollo en
el que la religión crece sólo en la medida que critica el desempeño de lo que no
funciona en los otros sistemas sociales. Sin embargo, es precisamente en esas
situaciones en las que la Iglesia tiene la oportunidad de expresar su fidelidad a
sus principios. De ahí que sea necesario un constante análisis para encontrar
el equilibrio entre la función profética y la sacerdotal de la religión, la denuncia y
el anuncio. Sin embargo, apostarlo todo a los acuerdos con otras élites, incluso
a riesgo de permanecer en silencio, hacen que la Iglesia corra el peligro de no
expresar públicamente su fidelidad a sus principios.16

14
Ciertamente podría argumentarse que ningún régimen puede ser democrático si no respeta
los DH, pero hay casos que prueban lo contrario, especialmente cuando se consideran las
políticas que naciones como Estados Unidos, Francia e incluso México aplican para controlar
y/o deportar a las poblaciones de migrantes en sus territorios. Piénsese en la fallida iniciativa
de Nicolás Sarkozy, presidente de Francia, para forzar a los médicos galos a llevar registros de
los migrantes basados en muestras de ácido desoxirribonucleico (ver de Pierre Micheletti
“Pauvreté-immigration” en Le Monde, 25 de octubre de 2007 y de Doreen Carvajal “French
council approves DNA testing for immigrants” en The International Herald Tribune, 15 de
noviembre de 2007, se encuentra en http://www.iht.com/articles/2007/11/15/europe/france.php,
visitado el tres de enero de 2008), o en el artículo 33 de la Constitución General de la
República en México.
15
Considérese, por ejemplo, el caso de la emigración tolerada e incluso conducida desde
América Latina a Estados Unidos o desde África a Europa, o la responsabilidad que
instituciones de educación e investigación y empresas de la biotecnología tienen no sólo en los
experimentos genéticos con seres humanos. Está el caso también de los así llamados
productos transgénicos o genéticamente modificados que ocurren con animales y vegetales a
los que, con el fin de incrementar la productividad o la tasa de ganancia de las empresas
agropecuarias, se introducen modificaciones genéticas que se ha demostrado que tienen
efectos negativos en la calidad de vida de las personas. De igual modo, considérense las
responsabilidades en que incurren los estados al renunciar a su potestad para proteger los
derechos de los trabajadores.
16
El caso de la Iglesia en Argentina, considerado en Soriano (2010) ofrece el mejor ejemplo de
los riesgos que genera el silencio en situaciones de este tipo y/o la confianza excesiva de los
obispos en los acuerdos con las élites políticas.

20
Un tema crucial cuando se habla de los derechos humanos, que deberían
considerar tanto los episcopados como las organizaciones de laicos de toda la
región, es el del aborto. No es sólo por la gravedad del asunto en sí, sino—
sobre todo—para advertir algunas de las debilidades de las estrategias que
históricamente se han privilegiado en América Latina para hacer valer los
puntos de vista de la Iglesia y la DSI en distintos temas.

En este tema, como en otros que dominan las agendas públicas nacionales de
nuestros países, la Iglesia necesita voltear la vista a los casos en los que estas
batallas ideológicas se han librado y advertir que los fracasos casi siempre han
ocurrido en aquellas naciones en las que las élites religiosas (católicas o no)
han apostado el futuro de sus propuestas a los acuerdos interelitarios (Bélgica,
España, Italia por citar algunos de los casos más cercanos), mientras que los
éxitos (Estados Unidos) han ocurrido en las naciones en las que las élites
religiosas, sea por su propia atomización (la ausencia de una iglesia
“dominante”) o por otras razones, optan por la movilización social y política de
sus bases y le apuestan a la capacidad de movilización de esas bases para el
logro de sus objetivos. El aborto no es, en modo alguno, el único caso. En EU
la capacidad de movilización de las bases de la Iglesia católica y su capacidad
para construir coaliciones con otras iglesias, además de organizaciones
sociales de distinto signo, han sido efectivas para defender los derechos de los
inmigrantes en ese país, para imponer códigos de conducta de los medios de
comunicación, entre otros temas. El modelo ciertamente no es infalible, como lo
demuestran los fracasos en temas como el control de armas o la imposición de
la pena de muerte, pero esos fracasos no anulan los éxitos.

En todos estos temas será necesario que la jerarquía redefina sus estrategias,
operativas y argumentativas, para promover el reconocimiento de sus
demandas en esos ámbitos específicos. Lo que es fundamental es que las
realidades políticas creadas por las transiciones a la democracia han
configurado realidades con una multitud de centros de poder, en las que
distintos tipos de pluralidad, incluida la religiosa, son dominantes. Estas
realidades hacen crecientemente difícil la negociación interelitaria y hacen más
necesaria la construcción de un denso tejido social, que efectivamente

21
represente los intereses de aquellos grupos u organizaciones cercanos a la
Iglesia.

En este sentido, creo que un primer factor clave que es necesario considerar es
el de cómo articulan los episcopados y las organizaciones laicales sus
intervenciones en las esferas públicas de nuestros países. Me parece, sin tratar
de imponer un modelo único, que el elemento que tendría que primar en la
construcción del discurso del catolicismo social latinoamericano en materia de
derechos humanos es el de la libertad religiosa o libertad de conciencia.
Este valor ya fue identificado por el Concilio Vaticano II como un elemento
fundamental para el desarrollo del catolicismo, pero—me parece—que muchas
veces se pierde ante la tentación de trabar, más bien, acuerdos interelitarios
que garanticen una suerte de primacía de la Iglesia católica en la vida pública,
aunque en realidad no haya la capacidad para hacer realidad esa primacía. Es
una situación, por cierto, parecida a la que se ocurre en el modelo de derechos
como principios y derechos como prácticas.

Otro elemento, desde luego irrenunciable, del discurso y la acción pública de la


Iglesia en América Latina tiene que se el del derecho a la vida. En torno a este
derecho—como ya se advirtió—es cierto que se da la batalla, pero también es
cierto que estamos en el bando perdedor en esta batalla y que, mientras no
exista un mayor activismo de organizaciones cercanas o identificadas con los
principios que la Iglesia defiende, difícilmente se cambiará el curso. En este
tema, como en otros, es importante no caer en la trampa de suponer que la
culpa es sólo de los estados o de los políticos que, por las razones que sea,
hayan promovido reformas para facilitar el aborto, mientras no se hagan los
esfuerzos necesarios dentro de la Iglesia para efectivamente convencer de las
bondades de la doctrina de la Iglesia en este tema. No sólo eso. Hay realidades
que no podemos eludir que exigen que, más allá de que se impongan
restricciones a los abortos, también se faciliten las adopciones, así como que
se facilite el arranque de familias jóvenes que, de otro modo, equivocadas o no,
no encuentran otra salida a sus problemas que recurrir al aborto.

En este sentido, es importante que la Iglesia y las organizaciones de laicos

22
desarrollemos, donde no existan, las habilidades necesarias para formular
propuestas viables de políticas públicas. Dejar esta responsabilidad a los
partidos o a los posibles acuerdos, públicos o privados, entre las élites de la
política y de la religión, equivale a renunciar a la nuestra capacidad para
articular propuestas, defender nuestros puntos de vista y luchar por ellos. Esta
responsabilidad, por otra parte, no puede ser descargada en los partidos
políticos.

Las razones por las que no conviene dejar esto en manos de los partidos son
muy variadas y se agravan en función de las características de cada uno de
nuestros países. Lo que es necesario recordar a partir de lo que Max Weber
nos dice es que los políticos—incluso aquellos que dicen ser católicos—están
fundamentalmente preocupados por el problema de la conservación o la
adquisición del poder y, al hacerlo, están dispuestos a sacrificar muchas cosas
en el camino. Se necesita, en este sentido, de reflexiones y propuestas que, sin
perder rigor técnico, estén fundamentalmente preocupadas por la defensa de
los intereses y puntos de vista de la DSI.

En esta misma lógica, es necesario que la Iglesia, sus jerarquías y


organizaciones de laicos, defiendan y promuevan el respeto del conjunto de los
así llamados derechos políticos, económicos y sociales. Esto no sólo es
consistente con las tradiciones de pensamiento de la Iglesia y el desarrollo
mismo de la DSI, desde Rerum Novarum, sino que resulta crecientemente
importante en la medida que el nuevo capitalismo global de esta segunda
década del siglo XXI impone una serie de condiciones de creciente opresión
sobre distintos actores sociales, individuales y colectivos.

En el caso de la reflexión de la DSI en materia de derechos políticos, se trata


de una tradición de pensamiento político público que se ha mantenido
prácticamente sin variaciones sustantivas pero que requiere de constantes
actualizaciones dados los retos, realidades y necesidades siempre cambiantes
de la convivencia política en nuestros países.

Lo anterior se dice sin desconocer o regatear el que, al menos desde una

23
perspectiva discursiva, la Iglesia ha tenido un desempeño impecable ya desde
la incorporación, de manera explícita, del concepto de Derechos Humanos en
la DSI. No sólo eso. Se podría argumentar que discursivamente la Iglesia fue
pionera en el desarrollo del actual concepto radical de Derechos Humanos con
el que operan prácticamente todas las instituciones del sistema de Naciones
Unidas, así como organizaciones no gubernamentales de alcance global,
regional, nacional y local. El problema, desafortunadamente es que muchas
veces, como ocurre en el ámbito político, la Iglesia se conforma con suponer
que basta con formular las declaraciones sin darle el seguimiento necesario
para hacer que las palabras se conviertan en instituciones, en acciones.

Hay, no cabe duda, una profundización del razonamiento de la DSI y de los


documentos colectivos e individuales de los obispos de América Latina que es
extremadamente útil, especialmente en lo que hace al reconocimiento del
derecho a la vida desde el momento de la concepción, así como en materias
como los derechos políticos, económicos y sociales. No sólo eso, es posible
observar también una cierta profundización de la reflexión de los obispos a
propósito de los derechos de las comunidades indígenas, pero es necesario
reconocer que hace falta una acción más decidida para exigir que se cumplan,
que se respeten los distintos derechos, especialmente los de las comunidades
indígenas y afromestizas de nuestro continente, así como la valentía necesaria
para denunciar y resistir las presiones de quienes violan esos derechos.

En este sentido, es necesario reconocer, casi 30 años después de la ola


democratizadora de la región, que la democratización sigue siendo un asunto
pendiente en la mayoría de nuestros países. No sólo nuestra región es la más
injusta, por ejemplo, en términos de la distribución del ingreso en el mundo.
También es necesario reconocer que nos hemos quedado cortos en el diseño
de las instituciones de la política y, no en balde, padecemos fenómenos como
las regresiones de la democracia al autoritarismo en Venezuela, Honduras o
México, al mismo tiempo que atestiguamos la incapacidad de algunas naciones
para efectivamente democratizarse, como podría ser el caso de Bolivia.

24
Y precisamente porque nos enfrentamos a los dolorosos efectos de este déficit,
que compete tanto a la democracia como actitud como a la democracia como
arreglo o diseño institucional, es importante recuperar lo señalado por Berger
(1999b 530 y ss) a propósito del papel que las instituciones, cualquiera de
ellas, incluidas las de carácter religioso, pueden desempeñar como
polarizadoras o mediadoras de los conflictos sociales, incluidos—desde luego
—los que se desprenden de la observancia o no de los Derechos Humanos.
Berger señala que la clave para ello se encuentra en la capacidad que las
instituciones puedan desarrollar o no para articular las ideas y los valores que
las inspiren, pero también el reconocimiento de que “esos contenidos ideativos
[valores]…estarán característicamente vinculados a intereses creados
específicos.”

No es posible, ni siquiera para la Iglesia, eliminar la existencia de esos


intereses, pero justamente por la capacidad de la Iglesia para mediar y
reconciliar, ya señalada anteriormente, es necesario encontrar las formas para
que, en las distintas coyunturas en las que opera la Iglesia, sus grupos y
organizaciones, logre el mejor desempeño posible que garantice, primero, la
reconciliación de los actores involucrados en los conflictos, disputas o debates.
Segundo, la congruencia y la consistencia en materia de promoción y defensa
de los DH; tercero, la preservación de su unidad interna (pues la polarización la
afecta también a ella) y, finalmente, la fidelidad a sus principios teológico-
morales.

Es importante recordar, además, que la capacidad de los obispos y los


presbíteros católicos para actuar como generadores de sentido para la acción
social es distinta de las capacidades que pueden tener los miembros de otras
élites (políticas, mediáticas o culturales), especialmente en lo que hace a la
denuncia de las situaciones de injusticia que, siendo importante y relevante, no
puede convertirse en la tarea primaria. Esa capacidad para marcar rumbos,
para incidir en la acción social a partir de criterios distintos a los de la eficacia
instrumental, dependerá de su capacidad para identificar los ámbitos críticos en
los que ocurre el cambio social en México y para ofrecer, ahí y a partir de su
rica tradición de pensamiento y de su testimonio de vida, reflexiones y puntos

25
de vista inteligentes que faciliten la conciliación de intereses, y para hacer valer
la superioridad de su razonamiento en contextos de intenso intercambio de
ideas, en los que la calidad de sus argumentos, la congruencia de su
testimonio y la oportunidad de sus actos de comunicación, serán los factores
críticos para la asimilación o el rechazo de sus propuestas.

No está por demás enfatizar, sin embargo, el papel que la congruencia debe
desempeñar y reconocer, en este sentido, la severa hipoteca que han impuesto
sobre nuestra Iglesia la tolerancia excesiva con la que obispos y autoridades
del Vaticano han abordado casos como el de los legionarios de Cristo en
México, el del presbítero Cristián von Wernich (que es representativo de los
abusos cometidos y tolerados desde la Iglesia en la última dictadura argentina),
o el del también presbítero Fernando Karadima en Chile. En este sentido, más
allá de los daños patrimoniales a la Iglesia que, por sí mismos son
suficientemente graves, todavía estamos a la espera de conocer cuáles serán
los costos en términos del prestigio y de la autoridad moral de la Iglesia. Insistir
en que son casos aislados, por cierto, puede ser verdad, pero no resulta
suficiente en una realidad como la que vivimos en la actualidad en la que,
objetivamente, la Iglesia enfrenta severas críticas por la pasividad,
aquiescencia e incluso complicidad con la que se actuó en los casos ya
referidos que no son, por cierto, los únicos.

Uno de los problemas más importantes para la Iglesia en la actualidad es el de


cómo recuperar la credibilidad perdida luego de los escándalos de pederastia
en Estados Unidos, distintos países de Europa, Argentina, Chile y México, con
el agregado, en el caso de México, de la estela de escándalos adicionales
generados por las prácticas en la Legión de Cristo. Esto es así en la medida
que se trata de una serie de contradicciones fuertes, difíciles de perder de vista
que, además, ocurren en un contexto abiertamente hostil, en el que muchas de
las tradiciones y las formas de entender el mundo, son motivo de rechazo y en
el que, quizás equivocadamente, “nuevas” tradiciones religiosas irrumpen
dotadas de un aura de justicia y misticismo que sólo son creíbles desde el
desconocimiento acerca de las contradicciones de esas tradiciones.*

26
Frente a esto, desde una perspectiva de derechos y deberes, la Iglesia
cometería un error lamentable si se cierra sobre sí misma y desconoce sus
propios pecados. Lejos de ello, lo que se necesita es una Iglesia que, al mismo
tiempo que haga un delicado trabajo de construcción de espacios en los que
los católicos puedan ejercer su ciudadanía, fortalezca los espacios internos en
los que los católicos nos hagamos responsables de la conducción y la
disciplina de la Iglesia como tal.

Esto es más importante cuando se considera que, en pocas épocas como la


nuestra, la metáfora de la jaula de hierro que Max Weber adelantó a principios
del siglo XX en La ética protestante y espíritu del capitalismo podría ser más
vigente. Es cierto, ya no son las viejas burocracias estatales las que amenazan
con extender la racionalidad instrumental hasta los últimos rincones de la
actividad humana. Se trata de nuevas burocracias creadas por procesos como
la globalización comercial y financiera, la creación de grandes zonas de libre
comercio e incluso el surgimiento de nuevas entidades políticas como la Unión
Europea, que han desarrollado métodos novedosos para controlar y subordinar
a sus intereses procesos como la migración, la natalidad, el acceso a recursos
naturales renovables o no renovables o el respeto de los derechos civiles o
laborales, que—por sus propias contradicciones e insuficiencias—ofrecen a las
élites religiosas la posibilidad de identificar nuevos ámbitos en los que sigue
siendo tan importante como siempre su capacidad para ser—al mismo tiempo
—portadoras de fuertes convicciones utópicas asociadas a la justicia, la libertad
y la solidaridad y promotoras, por medio de intervenciones en el ámbito
microsocial, del cambio.

Cambio que no se agota en la dimensión de las modificaciones jurídico-


institucionales, sino que tiene que ver con una profunda modificación del
discernimiento de las fuentes de la legitimidad de un régimen, es decir, de lo
que es válido o aceptable y de lo que no lo es, que es donde se encuentra el
reto más importante para la Iglesia católica en este siglo. El reconocimiento de
este nicho para el ejercicio de las capacidades de generación de sentido de las
élites religiosas es fundamental para el futuro del país, no sólo por lo que hace
al tema más general y difícil de asir de la “transición democrática,” sino de

27
manera más clara y precisa por lo que hace a temas más inmediatos como la
observancia y el respeto de los DH.

Es cierto, como ya se apuntó antes, que la Iglesia no puede apostar a


convertirse en una agencia de denuncia de las violaciones de los derechos
humanos, pues ello implicaría caer en lo que Luhmann llama (1989 99) el
“desarrollo parásito de la religión”, un desarrollo en el que la religión crece sólo
en la medida que critica el desempeño de lo que no funciona en los otros
sistemas sociales. Sin embargo, es un hecho que es precisamente en esas
situaciones problemáticas propias de la nueva era axial que vivimos en AL
(Lambert 1999 304) donde la Iglesia tiene la oportunidad de expresar su
fidelidad a sus propios principios y, sobre todo, no puede apostar su futuro a
acuerdos elitarios con estructuras estatales crecientemente frágiles e
incapaces de atender de las demandas de sus sociedades ni puede apostarle
tampoco a la sola celebración de los sacramentos, mucho menos si se le
apuesta a hacerlo en una lengua muerta.

La Iglesia necesita desarrollar, en este sentido, comunicaciones religiosas que


sean más autónomas y más congruentes con su tarea y sus objetivos. Sin
embargo, también necesita comprometerse con lo que Foucault (2001 11-20)
conceptualizó a principios de los ochenta como la parresía, el “hablar sin
miedo” como una forma de comunicación que supone la franqueza, la verdad,
la disposición a hacerle frente al peligro o al riesgo, la capacidad para criticar y,
en última instancia, el cumplimiento de su deber.

Ese deber supone muchas veces la necesidad de combinar tanto las


comunicaciones más puramente religiosas, las que siguen el código
inmanencia-trascendencia, como la denuncia profética ejercida a partir del
criterio de la parresía. Para hacerlo, la Iglesia en AL necesita—como lo ha
señalado Jürgen Habermas (2002 149)—“reapropiarse de su propio potencial
normativo”. Es decir, de su capacidad para crear y recrear normas útiles para la
convivencia humana. Esto es más importante para la Iglesia en AL en la
medida que será, cada vez más durante el siglo XXI, el centro de un
catolicismo cada vez más global, más sometido a presiones de distinta

28
naturaleza y enfrentada élites de la política que no sólo se han
descristianizado, sino que—además—se han desnacionalizado, es decir, han
perdido los referentes de los proyectos de construcción del Estado nacional
que en algún momento hicieron posible una cierta comunicación entre las élites
de la política y de la religión en AL.*

En todo caso, el futuro se despliega a los ojos de los católicos latinoamericanos


casi de la misma manera que se les presentó a los apóstoles, los obispos de la
Iglesia primitiva, como un mundo abierto, en el que los éxitos y los fracasos
dependerían de su propia capacidad para sortear los insondables peligros y
para capitalizar las oportunidades que presentaba para ellos el imperio romano.

De mi parte, más que tratar de decir qué hacer o no a la Iglesia, sus jerarquías
y organizaciones de laicos, me parece que lo más importante es formular una
serie de preguntas que traten de dar cuenta de la complejidad a la que, como
Iglesia nos enfrentamos.

Me parece que la más importante de todas las preguntas es si la Iglesia será


capaz, a partir de conceptos como reconciliación, subsidiaridad, solidaridad y
otros propios de la Doctrina Social, de apoyar de manera más activa la
transformación del discernimiento de los intercambios políticos en la región a
partir de un criterio distinto al de los juegos de suma–cero, tan característicos
de la política en regímenes presidenciales como lo son los de la totalidad de
nuestros países. Y es que la clave, me parece, lo que puede distinguir el
trabajo de la Iglesia y las organizaciones de laicos católicos, del trabajo que
pueden realizar o no los partidos y algunas organizaciones de la sociedad civil,
es que los conceptos arriba referidos, vistos desde una óptica distinta a la de
los juegos de suma-cero, es justamente el interés que la Iglesia pueda
desarrollar en resolver esos problemas y no exacerbarlos. En otro texto distinto
al que referí líneas arriba, Eisenstadt señala que:
El desarrollo de esta concepción distinta a la del juego de suma–cero de la
política, con su fuerte orientación a futuro, podría permitir que los actores
políticos más importantes cedieran algunas de las posiciones de poder que
detentan de acuerdo con las reglas del intercambio. Así, la preponderancia de
la concepción de intercambio distinta a la del juego de suma–cero podría
generar en los modernos regímenes democráticos constitucionales la

29
capacidad para incorporar demandas y símbolos de protesta, incrementando su
potencial para la transformación. (Trad. de RSN)

Esta posibilidad es más significativa cuando se consideran, además de los


problemas ya referidos líneas arriba, las dificultades que existen en la mayoría
de los países de América Latina para dar vida a instituciones más incluyentes,
respetuosas de las diferencias y capaces de alentar la construcción de
soluciones. Es interesante considerar, en este sentido, lo que Weigel (1999 30)
dice acerca del discernimiento que Juan Pablo II logró de la DSI:
Las diferencias étnicas, religiosas, raciales y culturales son las características
que definen las sociedades contemporáneas en este cada vez más pequeño
planeta; las comunidades de amistad cívica que permiten el acercamiento entre
esas diferencias son esenciales para la sociedad civil que hace posible la
democracia. ¿Cómo puede la pluralidad ser transformada en comunidad sin
vaciar las distintas culturas de su contenido? Sólo si, como lo plantea Juan
Pablo II, “la coexistencia social” está basada en “una moralidad que reconoce
ciertas normas como válidas siempre y para toda persona, sin excepción.
¿De qué manera pueden las democracias promover y defender la integridad en
la vida pública? El problema, sugiere el Papa, no puede ser resuelto por medio
de un constante engrosamiento de los manuales de ética de los gobiernos, sino
sólo por medio de un amplio reconocimiento cultural de algunas verdades
morales acerca de la dignidad de la persona humana (Trad. de RSN).

El argumento de Weigel puede resultar útil en la medida que se considere que


una respuesta al carácter excluyente de muchos de los intercambios políticos
en América Latina podría resolverse (¿sorprendentemente?) en la medida que
la Iglesia se comprometa a ser cada vez más Iglesia, es decir, punto de
encuentro, factor de comunión. Weigel (1999 34) identifica—en este sentido—
una paradoja que puede ser útil para ubicar futuros retos de la Iglesia en la
región:
Si el siglo XXI va a ser una era de religión culturalmente afirmativa—y si ese
hecho va a resultar en una profundización y ampliación de la conversación
mundial acerca del futuro del mundo, más que en caos y luchas sectarias—
entonces la capacidad para construir un pluralismo genuino como resultado de
la pluralidad religiosa se tendrá que incrementar de manera notable.
El pluralismo no ocurre simplemente. El genuino pluralismo se construye como
resultado de la pluralidad cuando las diferencias se discuten y no se ignoran y
una unidad empieza a se discernida en los asuntos humanos, lo que John
Courtney Murray llamó “la unidad de una conversación ordenada”. El pluralismo
no se logra por medio de un constante regateo pragmático. El compromiso con
el “método de persuasión” en la política así como en la vida intelectual requiere
de sólidas garantías más que del acomodo utilitarista.
Así, la paradoja de la situación...está precisamente en que es la profundidad
del compromiso del católico con el discernimiento teológicamente
fundamentado de una cierta base moral de verdades acerca de la persona

30
humana, el que asegura el compromiso de la Iglesia con el “método de
persuasión”, tanto en la evangelización como en la política. Entre más
profundamente “católica” sea la Iglesia, será más sólido su compromiso con el
logro de un genuino pluralismo en el mundo (Trad. de RSN).

Cierro mi participación con tres apuntes que me parecen fundamentales para


discernir lo que la Iglesia, laicos y jerarquías, deberá hacer en el futuro
inmediato para coadyuvar a la construcción de agendas públicas más
democráticas en nuestros países.

1. Los llamados que enfatizan la necesidad de la conversión personal,


desconocen o no hacen evidentes los llamados que se hicieron a
propósito de las “estructuras de pecado social”, denunciadas
originalmente por la DSI latinoamericana de los sesenta

Un problema clave para el futuro de la Iglesia en AL es que sus intervenciones


públicas por medio de documentos colectivos confrontarán condiciones
crecientemente complejas. En consecuencia, los obispos necesitan desarrollar
intervenciones más sofisticadas, refinadas y matizadas. De otro modo, sus
intervenciones se convierten en amplias declaraciones acerca de
generalidades. Esto es más evidente cuando uno considera el hecho que AL en
la actualidad el problema ya no es el de si la democracia es necesaria, posible
o viable, en la medida que es claro que casi todos los actores políticos aceptan
—al menos en público—a la democracia como régimen de gobierno. El
problema hoy en día es cómo hacer que la democracia funcione y evitar la
inestabilidad que hace difícil la inversión o que retrasa otros procesos
importantes para el desarrollo de la región.

Las preguntas acerca del diseño institucional son más importantes en la


medida que la inestabilidad es producida ahora por grupos que aseguran ser
democráticos y no por grupos antisistémicos o por los militares.17 Luego
entonces, es engañoso asumir que considerar los problemas del diseño
institucional sería forzar a la Iglesia a considerar problemas más allá de su
17
El único grupo antisistémico con una base social relativamente amplia que surgió en los
noventa fue el mexicano Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que recién en 2006 anunció
su intención de desmovilizarse como tal. Están, desde luego, los intentos de golpes de Estado
en Argentina (en los ochenta), en Venezuela (en los noventa y en la primera década del siglo
XXI), las intentonas golpistas en Paraguay luego del fin de la dictadura de Stroessner, así
como la inestabilidad que ha marcado, para mal, a países como Ecuador, Perú y Bolivia.

31
ámbito de competencia. Esto es así porque la propia apuesta por la democracia
presente en Centesimus Annus y otros documentos de la DSI ya representa un
cambio en la valoración original de la Iglesia sobre la democracia. Cualquier
énfasis en la necesidad de cambio hecho por los obispos en estos temas
llevaría a sus consecuencias lógicas el desarrollo de la DSI.18 Uno puede ver
ese desarrollo en el argumento global que presentó primero el parágrafo 74 de
GeS, en el que el Concilio considera de manera expresa los rasgos
institucionales de la gobernabilidad democrática aun cuando no lo identifica de
manera expresa como una democracia, en Christifidelis Laici (no. 42) y, más
específicamente, en Centesimus Annus (no. 46). Si Centesimus Annus expresa
de manera clara las preferencias de la Iglesia por un diseño institucional (la
democracia), ahora el problema es si debe presionar en los ámbitos nacionales
en los que actúa por el desarrollo de propuestas que mejoren las oportunidades
para la supervivencia y la consolidación de la democracia.

Considerar el peso del diseño institucional no implica volver al tipo de llamados


por el cambio propios del estructuralismo de los sesenta y setenta, como lo
hicieron algunos teólogos de la liberación. Muy por el contrario, la hipótesis
general del análisis institucional asume que es posible introducir cambios
sociales o políticos al atender aspectos clave del diseño institucional de los
países, sin esperar o perseguir transformaciones radicales en la estructura de
los mercados o en la estructura de la propiedad privada en los países o en el
mundo.19 La intuición a partir de la cual busca impulsar cambios el análisis
institucional es que las configuraciones o arreglos institucionales específicos
desempeñan un papel clave en la conformación de los resultados de la
interacción social, económica y/o política y, como resultado de ello, es
importante analizar el papel de las instituciones.
Los documentos de los obispos podrían beneficiarse en el futuro si sus
autores consultaran y aprovecharan la creciente literatura especializada que se

18
Y uno podría asumir que será siguiendo también el desarrollo misma de la Iglesia. Después
de todo, la Iglesia católica se ha distinguido de otras denominaciones cristianas por el
desarrollo de complejos arreglos institucionales propios, el complexio oppositorum (véase
Schmitt 1996 7-8) con balances y contrapesos y con normas escritas como el Código de
Derecho Canónico que no contradicen los llamados que la Iglesia hace de manera cotidiana y
sistemática para lograr la conversión personal.
19
Véase el material de Evans, Rueschemeyer y Skocpol (1985).

32
concentra en el análisis de las raíces institucionales del pobre desempeño
político y económico de los estados y mercados latinoamericanos.20 Además, la
tradición de formular llamados a la conversión personal no es incompatible ni
se opone a las propuestas o sugerencias de cambios en los diseños
institucionales de los países. Los obispos, en tanto líderes de un credo
religioso, deben enfatizar esa dimensión de la conversión personal como
necesaria para lograr el cabal desarrollo de los ciudadanos de cada país. Lo
que es necesario desarrollar, además de los llamados a la conversión personal,
son sofisticados análisis de las fuentes del pobre desempeño de los estados y
los mercados en la región, pues es ahí donde se encuentran las fuentes de
penosos problemas como la inestabilidad y tienen efectos importantes en la
perpetuación de la desigualdad y la pobreza que diezman a nuestras
sociedades y alienta la emigración, en muchos casos masiva, a las grandes
ciudades de la región, a Estados Unidos, Canadá, Europa y Australia.

2. Al apoyar la democracia, los obispos y laicos deben estar al tanto de los


posibles riesgos asociados con la presentación de la democracia y el
desarrollo económico capitalista como procesos mutuamente
complementarios

Los documentos de los obispos, como muchas otras contribuciones de otros


actores políticos en la región y fuera de ella a los debates a propósito de la
viabilidad y la sustentabilidad de la democracia, asumen que hay o debería
haber un cierto grado de complementariedad entre la instauración o la
consolidación de la democracia y el desarrollo económico capitalista y que
ambos pueden reforzarse y complementarse mutuamente. Sin embargo, toda
la evidencia disponible, como lo demuestran los trabajos de Landmann (1999)
sugiere lo opuesto. Landmann de hecho enfatiza los riesgos que la democracia
enfronta en economías subdesarrolladas o que no son capaces de tener un
desempeño óptimo en materia, por ejemplo, de distribución del ingreso. En ese
sentido, Landmann enfatiza el hecho que los mercados enfrentan riesgos
cuando ocurren procesos de cambio político y económico simultáneo y que la
democracia muchas veces genera condiciones poco propicias para la
consolidación de esos mercados. Como evidencia adicional que confirma lo
20
Véanse los materiales de Ackerman (2004), Landmann (1999), Foweraker (1998) y Remmer
(1997) entre otros.

33
dicho por Landmann es posible ver en AL que muchos de los retos a la
democracia provienen, precisamente, de la creciente insatisfacción asociada
con las consecuencias inesperadas de los procesos de ajuste estructural que
son más difíciles de controlar o de ocultar para un régimen democrático que
para uno autoritario o despótico.21
Es importante que los obispos desarrollen, en este sentido, análisis más
complejos y matizados de las realidades políticas y económicas de sus países
y de la región. Al hacerlo, es necesario que eviten asumir que hay una relación
de mutuo apoyo entre las reformas políticas y las reformas en materia
económica y aceptar que se trata de procesos distintos entre sí, que generan
resultados contradictorios y que necesitan también de distintos tipos de
políticas.

3. La reconfiguración actualmente en curso de la participación de América


Latina en los mercados mundiales, así como las reformas que los países
de la región realizan en sus propios mercados hacen necesarias nuevas
definiciones y estrategias para confrontar una crecientemente compleja
y nueva “cuestión social”

A pesar de las muchas diferencias que uno pudiera encontrar entre los
proletarios de finales del siglo XIX y los grupos sociales que se movilizan en las
ciudades latinoamericanas de principios del siglo XXI, hay más similitudes entre
ambos grupos que diferencias. La erosión del débil Estado de bienestar
desarrollado en AL en los sesenta y setenta, la incapacidad del Estado para
obligar al cumplimiento de las leyes en material laboral y ecológica, la
emigración—en algunos casos masiva—así como la emergencia de lo que
Lambert (1999 304) ha llamado una “nueva era axial” en la región, contribuyen
a una acelerada reconfiguración de la esfera pública, de los movimientos
sociales y, en última instancia, de los sistemas políticos en las afueras de
Ciudad de México, Caracas y Buenos Aires. La protesta social y la
organización que se necesita para desarrollarla, como ocurría en el siglo XIX,
es un juego abierto. En muchos sentidos sin reglas y que refleja, a su vez, la
erosión de las reglas y los criterios en muchos otros ámbitos de la vida pública.

21
Véanse los resultados de las encuestas de Latinobarómetro que la revista británica The
Economist publica anualmente.

34
Más aún, es justamente en los barrios pobres de las afueras de las grandes
metrópolis de la región (México, Santiago, Buenos Aires, Río de Janeiro,
Caracas, Santa Fe de Bogotá, etc.) donde franquicias religiosas marginales
compiten en el mercado espiritual y religioso de la región sin las formalidades
que caracterizan al catolicismo, donde el futuro religioso de la región será
decidido.

La experiencia de la Iglesia en el desarrollo de redes de organizaciones de


trabajadores a finales del siglo XIX y principios del XX (Ceballos 1992), ofrece
pistas acerca de las maneras en que la “nueva cuestión social” debe ser
abordada. Más aún, las prohibiciones explícitas que existen hasta hoy para la
participación de la Iglesia en la organización de sindicatos industriales o
rurales, son irrelevantes en la nueva geografía económica de la región porque
la mayoría de quienes habitan en esas zonas marginadas de la región operan
en los sectores informales de la economía, un territorio tan vasto o más que el
que ofrecía a finales del siglo XIX la emergencia en México o en Argentina de
los sindicatos de trabajadores industriales (Portes 1989).

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