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Al Final del Pasillo

Porqué desmentir totalmente a quien afirmase que durante el último quinquenio el arte cubano
ha padecido una especie de dislexia que se manifiesta en su pérdida espontánea –acaso
obligada- de memoria, lo cual le ha llevado a desenfocar la mirada que en un tiempo sostuviera
sobre los acontecimientos sociales que día tras día acaecen para construir una historia que ni
siquiera se toma en cuenta por el Poder, y que cuando se revisa es tan sólo para narrar una
visión absolutamente parcializada. Esa evasión mnémica en relación con ciertas zonas
escabrosas de la sociedad y de nuestra historia reciente, la dificultad para aprehender, leer e
interpretar abiertamente los sentidos que brotan de esos hechos, la repetición de tópicos ya
anquilosados dentro de los discursos del arte contemporáneo, el agotamiento retórico, el
pánico a la mutación lingüística arriesgada, son algunos de los elementos que vienen a aportar
una sintomatología de las probables enfermedades que actual y lamentablemente padecen
nuestras artes visuales.

El mal de la forma se ha asentado en un amplio segmento del arte contemporáneo que se


produce en este contexto, denotando la opción cosmética que éste ha tomado como atajo para
llegar a otros espacios de circulación. Lo absurdo es que detrás de la nueva piel no
encontremos ni siquiera los huesos. Ese esteticismo que prevalece en buena parte de nuestra
producción artística, y que está enclavado dentro de los cánones de un supuesto nuevo
formalismo y de una visualidad de vanguardia, es hijo, en muchas ocasiones, de la falta de
constancia investigativa sobre los condicionamientos propios de un tipo de producción que
posee una historia y un devenir que la han hecho existir y mutar a favor de su mismo
cuestionamiento. Ese vacío de sentido, la pureza mínimal y fría, la economía constructiva, en
otras tantas oportunidades es la consecuencia de un vacío raigal: no tener nada que decir o no
saber cómo hacerlo; o lo que es peor: temer decir las cosas.

Acaso la mengua de la «simulación» y el «cinismo» adviertan que los tiempos que corren no
son para andar con subterfugios, sobre todo cuando ya se han agotado muchas de las
maneras de abordarlos. No se trata de eludir o desdeñar el glamour de lo light y lo high tech, a
fin de cuentas quién puede evitar el engaño al ojo. Ello no presupone la necesidad de que el
arte se convierta en un espacio para la redención y la utopía, justo cuando se está de vuelta del
viaje hacia la ilusión y la libertad. Sin embargo, y pese a todo escepticismo, el estar en Cuba
demanda, necesariamente, un estar atentos, y conservar quizás las mínimas cotas de decoro
que implica el tratar de estar en paz con uno mismo y no callar siempre.

Posiblemente, esa sea la voluntad que perennemente ha animado un tipo de producción de


sentido que mira a la realidad inmediata, al contexto social del cual emerge, para replantearse
el orden según el cual están dispuestas las cosas. En el arte cubano ha sido una de las líneas
discursivas constantes a través de nuestra historia; vertiente que se ha afianzado en
determinadas épocas en dependencia de la propia dinámica social y política del país. El
abordaje de asuntos latentes en la trama social y sus implicaciones para la conformación de un
discurso histórico no conlleva, necesariamente, el tratamiento estereotipado, ni la
representación literal del referente. Este ha sido tal vez el móvil fundamental que ha tenido el
posicionamiento fustigador de numerosos creadores y críticos en torno al discurso social del
arte en Cuba y su consabida función, vocación que por demás se convirtió en el vehículo de
reconocimiento de nuestra producción durante más de una década. Tal reprobación ha
conducido incluso a una sana negación de la condición de “cubanidad” como un elemento de
definición en su poética por parte de algunos artistas y comisarios que intentan exceder los
límites de una relación con lo “local”.

Toda la trascendencia que puede encarnar para la evaluación de lo artístico el despojarse de


un a priori nacionalista, en pro de la «diferencia» y la pluralidad de sentidos que rebasan las
connotaciones que para un productor puede tener el pertenecer a un contexto específico,
encierra, en el caso particular del campo artístico cubano de los últimos años, el inmenso
peligro del ostracismo y la ruptura de una estrategia relacional y dialógica que ha persistido
como seña de resistencia y actitud política. A tenor de ese mismo interés por la presencia y la
apariencia ubicua y cosmopolita, ha habido un beneplácito institucional con propuestas a todas
luces inocuas para el orden social, institucional y la instrumentalización regular del poder en el
campo de la cultura. De hecho, esa carencia de problematización, amparada por el
deslumbramiento esteticista, ha promovido toda una saga de reconocimientos por parte de la
Institución Arte, que permite sospechar acerca de unas segundas intenciones llamadas a
preservar el status no conflictivo de esa producción como garante del propio poder institucional.

Alarma el modo en que el arte ha asumido una reflexión sobre la sociedad cubana, porque en
la mayoría de los casos ha sido un razonamiento que aboga por el reconocimiento foráneo más
que por el consenso o la problematización con los actores del propio contexto. De ahí que,
posiblemente, más allá de la mirada al fenómeno de la emigración y la insularidad, resulte difícil
localizar el tratamiento serio y consecuente sobre otra cadena de conflictos que ha engendrado
la Cuba actual. Preocupa mucho más esa situación durante los últimos cinco años, testigos, tal
vez, de posicionamientos extremos en diversos enclaves de la sociedad. De ahí que, amén de
la premisa temática de la 8va edición de la Bienal de La Habana: “El arte con la vida”, la
exposición que proponemos, insista en vindicar algunas propuestas creativas que no han
perdido la vocación y voluntad de mirar a nuestro contexto más inmediato, como una manera
de oxigenar las exploraciones sociológicas del arte cubano, minadas por el estereotipo y el
boom de los años ochenta, y desacreditadas por buena parte de los artistas que apoyan una
noción de arte despegada de las coyunturas nacionales y locales. Sin llegar al menosprecio ni
la exclusión de la validez de esas posturas, Al final del pasillo desea poner en escena una
reflexión sobre el peligro que entraña evadir algunas problemáticas cruciales de nuestra
realidad en la definición de las expectativas y el modo de vida del cubano “de a pie” en los
últimos años del siglo XX; sobre todo por parte de un tipo de producción de sentido como la
artística, que encarna, posiblemente, uno de los últimos registros enunciativos a partir del cual
poder plasmar una reflexión crítica en una sociedad civil desarticulada y vigilada como la
cubana.

Ha sido el resultado de la percepción de las distintas bienales de La Habana otro de los


empujes que ha tenido el comisariado de Al final del pasillo, ya que, principalmente a partir de
sus dos últimas ediciones, ha planteado un posicionamiento directo del discurso oficial de la
Institución Arte sobre la producción artística contemporánea cubana. En tal sentido, llama la
atención que siendo éste un evento exclusivo en su tipo en el país -que ocurre con gran
irregularidad-, el cual representa la única oportunidad para extender el consumo y la
percepción del arte cubano fuera de los endogámicos límites que marca habitualmente la
Institución; la Bienal de La Habana, reduce cada vez más la nómina de artistas cubanos
invitados a participar en ella, así como la pluralidad de voces curatoriales que propicien un
diapasón amplio y diferenciado de muestras que coadyuven a hacer un rastreo consciente y
serio de la producción simbólica insular. El trabajo oficial con artistas ya reconocidos, u otros
que son promovidos desde espacios anexos a la propia Institución, como el Instituto Superior
de Arte, ha conllevado la marginación y exclusión de poéticas y discursos que de cierta manera
atentan contra el status y el orden establecido por el Poder político dentro del campo artístico
cubano contemporáneo. Como consecuencia de ello, los proyectos alternativos,
independientes y no oficiales, se han convertido en centro de uno de los itinerarios más
atractivos de la Bienal de La Habana, que demarca la topografía de una zona de tolerancia de
sentido susceptible de mostrar discursos plurales, de carácter crítico y que logran evadir la
vigilancia conceptual que prima en el resto de los trayectos del evento.

De modo que la exposición tan sólo pretendió la creación de un espacio público modesto para
inducir la reflexión o llamar la atención sobre algunas zonas de nuestra realidad, vinculadas a
las escrituras oficiales de la Historia y el impacto o la iconografía que ésta arroja sobre el
consciente colectivo. De hecho, las obras que presentamos, oscilan entre la elaboración de
metáforas visuales que evocan de forma dramática o satírica historias mínimas, capaces de
convertirse en el símbolo de la propia historia oculta de una nación, como es el caso de las
obras de Abel Oliva y Lázaro Saavedra. La naturaleza inmediata del reportaje en la fotografía
de Ernesto Mayea, quien dio testimonio gráfico de las transformaciones que acontecían en los
espacios privados y públicos durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, a partir del
retrato no épico de entornos populares donde contrastaba la presencia de tradiciones y
prácticas socioculturales anteriores al triunfo revolucionario de 1959, con la instauración de
nuevas motivaciones y costumbres. La mirada hacia esos segmentos heterogéneos y
complejos de la historia, hace factible la reconstrucción de una época abocada a mutaciones
medulares que generaron disímiles reacciones y sentimientos en el hombre, de manera que se
advierte en esas fotos una crónica más cercana e intimista de nuestra historia, distante del
carácter épico y grandilocuente de la fotografía revolucionaria de dichas décadas que ha sido
reconocida institucionalmente y ha constituido un hito internacional modulador de la imagen de
la revolución cubana.

Abel Oliva. Acción Los chicos felices de Robin Hood realizada en 4D. Proyecto Rain, comisariado por Eugenio Valdés
Figueroa en el Pabellón Cuba, 8va Bienal de La Habana, 2003, Instalación, performance e intervención sonora,
dimensiones variables.

En el caso de Abel Oliva, se trata de un recorrido por la historia reciente del país a través de un
elemento efímero y mutable como la oralidad y el rico componente cultural que dentro de la
misma encarnan los pregones como expresión de las alternativas de vida y de la cultura
tradicional de los ciudadanos. Aunque en los últimos años, ese elemento típico de nuestra
idiosincrasia, que se ha asentado sobre la capacidad del cubano de narrarse a sí mismo, haya
tenido que actuar contra su propia naturaleza abierta y de resonancia en medio del espacio
público, para convertirse en una sonoridad subrepticia, condenada a la marginalidad y por ende
a su ocultamiento, trastrocando los mecanismos habituales a partir de los cuales ha tenido una
funcionalidad histórica. Las estrategias simbólicas, las prácticas de intercambio y trueque, la
rumorología, el signo de supervivencia que constituye el denominado mercado negro, resultado
de prácticas de intercambio comercial basadas en la ilegalidad, se traducen en cada pregón y
serigrafía que el artista incorpora a su instalación. Al tiempo que una performance transforma al
público en coleccionista o consumidor, quien adquiere una serigrafía por el absurdo valor del
producto que representa. Una clara e irónica alusión al sin sentido del mercado del arte en
Cuba y a los programas institucionales que pretenden instaurarlo.

Abel Oliva. Los chicos felices de Robin Hood, 2003, detalle de una serie de serigrafías que formaba parte de la acción,
c/u 32,2 x 41 cm, Instalación, performance e intervención sonora, dimensiones variables.

Un elemento fundamental en Los chicos felices de Robin Hood, es el proceso descriptivo, casi
antropológico, que disecciona las costumbres, las necesidades y precariedades del cubano
medio, situando además el pregón en un contexto lingüístico coloquial, en un tiempo en el que
la cultura popular se erige como comentario crítico frente a la actualidad económica, política y
mediática en el país. Frente a la entidad nación como totalidad, el espacio del barrio se
identifica como locus de resistencia donde circulan estas prácticas ilegales. El vecindario es
marcado como territorio en el que los sujetos “luchan”, al margen del sistema y de la Historia
oficial. El pregonero, como Robin Hood, se convierte en una figura de rebeldía, en un agente
político –en Cuba poner la mesa cada día es en cierta forma un acto político-, abandona el
escenario del mito para entrar en la historia y dirimir en el contexto del barrio la vida cotidiana.
El marketing y la publicidad que da cuenta de la actividad comercial ilícita en voz del
pregonero, se apropian de recursos enunciativos en clave de humor que carnavalizan la
necesidad por medio de la invención, canibalizan la música popular, los productos de la
industria televisiva, etc., poniendo de moda determinados vocablos y frases que satirizan la
crítica condición de la economía familiar. La desacralización implícita en el “choteo” del pregón,
se opone al lenguaje grandilocuente y grave de la propaganda política que compite en el
espacio de la calle.
Abel Oliva. Este solo sabor inunda el cielo, 2002, instalación: fotografías impresas en back light, cerámica, luz y agua,
dimensiones variables, detalle.

Abel Oliva. Este solo sabor inunda el cielo, 2003, instalación: fotografías impresas en back light, cerámica, luz y agua,
dimensiones variables.
Entre una vocación antropológica y de crítica social, Este solo sabor inunda el cielo se
convierte en el resultado de una experiencia de vida y solidaridad con la comunidad de
pobladores de Cayo Carenas, donde apenas 10 familias tratan de aferrarse, sin muchas
esperanzas, a un sitio bajo amenaza de desalojo a raíz del desarrollo de la industria turística en
Cuba. La presión que se ejerce sobre ellos llega al extremo de privarles de una serie de
recursos elementales de habitabilidad, entre ellos el agua potable; de manera que los
habitantes del lugar subsisten gracias al agua de lluvia. En el caso de la obra de Oliva, ésta les
llega, primero en forma de ritual que invoca su perenne asistencia; y luego, almacenada en
filtros convertidos en artefactos estéticos que -más allá de la función práctica de preservar el
agua para beber-, con cada gota acumulada, les recuerdan el valor de esa metáfora de
resistencia que cada uno de los últimos habitantes encarna ante el inminente proceso de
gentrificación al que se expone el pequeño islote.

Como examen de un proceso particular cuya estructura y mecanismos de ejecución pueden


extenderse a un nivel macro de la sociedad, se revela el vídeo El Jardín de Norma, de Italo
Expósito. Desde su experiencia como estudiante en el Instituto Superior de Arte de La Habana,
Italo decide reconstruir, mediante una escatológica puesta en escena, un episodio plagado de
autoritarismo y verticalidad en el ejercicio del poder, en el que la relatividad de los hechos o la
lógica más racional se aplican siempre que apunten a la “justificación” de actos mutiladores y
excluyentes. Es en nombre de la belleza, el orden, lo sano, el buen futuro (incluido el del arte),
que se consuma un rosario de mezquindades y se trunca cualquier atisbo de diferencia y
autonomía; un suceso que no por circunscrito al contexto académico en el cual se sitúa la obra
deja de ser común - valgan los paralelismos- en el avatar de relaciones de poder que a diario
enfrentamos en cualquier esfera de la sociedad cubana.

El motivo del aula tomado por Expósito en tanto sinécdoque relativa al sistema educativo, fija
su atención, precisamente, en uno de los escenarios más paradójicos del proyecto
revolucionario, en el que utopía y maldición conviven en un mismo plano. Donde la igualdad es
trocada y pervertida por el igualitarismo y queda anulada la diferencia y la singularidad. Un aula
del Instituto Superior de Arte es tal vez el ejemplo más elocuente sobre los mecanismos de
coerción que presionan la creatividad, la expresión y el disenso en la agonizante sociedad
cubana de hoy. El artista es el sujeto sospechoso al que hay que instruir según las normas del
sistema. En él se tiene que inocular la verdad absoluta que proclama el poder. Para ello, las
operaciones signadas dentro del espacio “educativo”, se orquestan con férrea verticalidad y
autoritarismo, recalcándose la centralidad y jerarquía de la estructura política, académica y
artística. El artista y el intelectual, como ciudadanos modélicos, son individuos que deben ser
controlados por un régimen disciplinario. Cualquier desobediencia tendrá un correspondiente
castigo, bajo la forma de la censura o la exclusión. La escuela comparte con otros espacios de
la sociedad cubana, un carácter militarizado que regula y estipula el “deber ser” del “hombre
nuevo”.
Italo Expósito. El jardín de Norma, 2003, vídeo, 13’:50’’.

Mientras, la instalación de Henry Eric Hernández, que a su vez absorbe el conjunto de


fotografías de Ernesto Mayea, ficciona la posible existencia de un espacio cualquiera en la
ciudad. Un lugar en el que un anciano revisa su historia, aquella que, como la de muchos
cubanos, es intrascendente e inasible dentro de las narraciones grandilocuentes de la Historia
total de la nación. Al mismo tiempo, esa otra historia mínima, personal, permite redescubrir
épocas y circunstancias comunes a casi todos los habitantes de la Isla. Mayea fue un fotógrafo
de lo cotidiano, de los clubes sociales, de la vida obrera, de los acontecimientos familiares, de
fiestas. Retratista de grupos informales viviendo sus propias rutinas, con un ritmo paralelo, a
veces diferente, al marcado por la epopeya revolucionaria. Sus representados no son los
héroes protagonistas de la gran Historia, sino los anónimos personajes que poblaban las calles
de una Habana en transformación, donde todavía quedaban los vestigios del modo de habitar
citadino de una clase media fragmentada, que experimentaba cambios tan recientes que
apenas dejaban asomar la nostalgia del pasado. Sus fotografía reposaban escondidas en los
cajones de una familia y fueron sacadas de allí por medio de un ejercicio de memoria y
arqueología, semejante al que siguió Henry Eric en otros proyectos anteriores.
Henry Eric Hernández. ...Por eso, ahora tienes que conformarte con un living room, 2003, instalación.

En la instalación ...Por eso, ahora tienes que conformarte con un living room, a través de la
documentación fotográfica de intervenciones artísticas anteriores en algunos ghettos culturales
dispersos en la trama urbana de distintas ciudades cubanas, Henry Eric construyó la escena de
un interior doméstico sobre cuyos muros pretendía configurar una geografía histórica de la Isla.
El absurdo, la ironía, la casualidad, son elementos recurrentes que detonan la sospecha sobre
la ambivalencia de las estructuras a partir de las cuales se instaura la relevancia de los
acontecimientos en el imaginario colectivo legitimado por la Historia Oficial: Henry Eric llama la
atención sobre esas paradojas en el palimpsesto de tiempos que recorren las paredes en su
instalación.

Por su parte, Lázaro Saavedra apela al símbolo como manera de sintetizar la difícil epopeya
que en medio del trópico y las vicisitudes económicas del subdesarrollo, encarna poseer algo
tan común y cotidiano como un refrigerador. La ironía que se traduce en la obra denuncia el
absurdo a través del cual está condenado a vivir el cubano medio. Esa aventura riesgosa y
dramática, que incluso ha sido antologizada en memorables piezas de nuestra literatura, sirve
de pretexto a Saavedra para una vez más, como es usual en su poética, reflexionar sobre la
existencia del individuo dentro de un contexto social como el cubano. Sus lecturas revisitan la
historia de la nación a través de la iconografía de un objeto mitificado dentro del imaginario del
consumo tropical. Incluso desde ese objeto, un bien de consumo tan elemental, se puede
reconstruir el perenne trayecto colonial que ha vivido la Isla como hecho fáctico unas veces, y
otras bajo las mascaradas de relaciones pretendidamente horizontales, pero que en realidad
nos siguen confinando a la dependencia. Aire frío vuelve a poner a Saavedra en la situación del
cronista de calle, sarcástico y certero. Object trouvé o ready made, la poesía dramática de esos
objetos imprescindibles en la jerarquía doméstica insular, se articula como catalizador de las
relaciones de dependencia ideológicas o económicas a las que sucesivamente ha estado
sometida la Isla.
Lázaro Saavedra. Aire frío, 2003, instalación: 3 neveras domésticas, dimensiones variables.

De cualquier manera no pretendemos situarnos con esta exhibición en extremos excluyentes.


Al final del pasillo alude, más que al término de un recorrido, a la propuesta de iniciar un
desplazamiento particular que vuelva la mirada sobre esas zonas del imaginario colectivo que
han sido preteridas, en muchas ocasiones, tanto por el discurso oficial como por las voces
creativas. Un camino que se reconoce como una de las múltiples historias que podrían dar
testimonio de lo que hemos vivido y del espacio en el que seguimos estando, con toda la
sublimación y la ficción que cualquier narrativa encierra. Pero ese final no significa haber
llegado a una meta posible, ni siquiera que estemos cerca de ella. Puede tan sólo convertirse
en antesala de una dimensión mayor, inaprensible; el punto donde ya no se espera nada o
donde debemos tomar la forzosa decisión del retorno, porque los pasos no pueden trasponer el
muro. Para algunos puede significar repensar cosas, incluso a sí mismos; para otros, una
vuelta a retóricas cansadas; tal vez para los menos, conservar un margen casi invisible de la
secreta utopía y la irreverencia que nos hace conscientes del lugar y el momento que
habitamos.
Giselle Gómez y Suset Sánchez
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BIFOCALES

1
Este texto toma como referencia las palabras al catálogo de una exposición homónima, alternativa y
colateral a la 8va Bienal de La Habana que anunció su apertura para el 2 de noviembre de 2003 en
Single’s, un espacio privado que sería inaugurado para la ocasión. Los artistas incluidos eran: Italo
Expósito, Henry Eric Hernández, Ernesto Mayea, Abel Oliva y Lázaro Saavedra; y las comisarias: Mailyn
Machado, Giselle Gómez y Suset Sánchez . La exposición no pudo mostrarse al público. La censura se
debió a que el proyecto recibió una colaboración de la AECI. Más que un ejercicio crítico, el presente
artículo adopta la intención de convertirse, a pesar de su morfología, en una suerte de declaración de
poética o manifiesto de intereses investigativos. El texto fue publicado en la revista Sublime, No.1-2, feb.-
mar., Gijón, España, 2004, pp.48-51.

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BIFOCALES es un colectivo curatorial integrado por Giselle Gómez y Suset Sánchez, estuvo operativo
en Cuba a principios de los años 2000. Entre sus proyectos de comisariado se incluyó la muestra de
vídeo cubano COPYRIGHT (Centro Cultural de España en La Habana, 2002).

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