Invocando unas veces a la naturaleza, otras a la sociedad, otras a Dios, y
oponiendo constantemente la trascendencia de cada una de estas tres
instancias a su inmanencia, el resorte de laindignación de los modernos estaba constantemente a punto. ¿Qué sería, en fecto, de un moderno que no se apoyase sobre la trascendencia de la naturaleza para criticar el oscurantismo del poder? ¿Y sobre la inmanencia de la naturaleza para criticar la inercia de los humanos? ¿Y sobre la inmanencia de la sociedad para criticar la sumisión de los hombres y los peligros del naturalismo? ¿Y sobre la trascendencia de la sociedad para criticar la humana ilusión de una libertad individual? ¿Y sobre la trascendencia de Dios para apelar contra los juicios de los hombres y la obstinación de las cosas? ¿Y sobre la inmanencia de Dios para criticar a las iglesias establecidas, las creencias naturalistas y los sueños socialistas? Dicha persona sería o un moderno bien pobre o un pos moderno: reconcomido por el fuerte deseo de denunciar, no tendría ya la fuerza de creer en la legitimidad de nin- guno de estos seis tribunales de apelación. Despojar a un moderno de su indignación es privarle, parece ser, de todo respeto hacia sí mismo. Despojar a los intelectuales críticos de los seis fundamentos de sus denuncias es, aparentemente, arrebatarles toda razón de vivir. Al perder la adhesión de todo corazón a la Constitución, ¿no tenemos la impresión de perder lo mejor de nosotros mismos? ¿Acaso no es ella el origen de nuestra energía, de nuestra fuerza moral, de nuestra ética?
Y sin embargo, Luc Boltanski y Laurent Thévenot han acabado con la
denuncia de la crítica moderna en un libro tan importante para éste ensayo como el de Shapin y Schaffer. Han realizado, respecto al trabajo de la indignación crítica, lo que Francois Furet hizo, hace poco, respecto de la Revolución francesa. «La Revolución francesa ha terminado», escribió éste; en la misma vena, el subtítulo de sus É c o n o m i e s d e l a grandeur podría haber sido «La denuncia moderna ha terminado» (Boltanski y Thévenot, 1991). Hasta este momento, el desenmascaramiento crítico parecía algo en sí mismo evidente, se trataba solamente de escoger una causa por la que indignarse y de oponerse a falsas denuncias con ahínco. Desenmascarar: era nuestra tarea sagrada, la tarea de nosotros, los modernos. Revelar bajo las falsas conciencias los verdaderos cálculos, o sobre los falsos cálculos los verdaderos intereses. ¿A quién no le queda todavía un espumarajo de rabia en la boca? Ahora bien, Boltanski y Thévenot inventan el equivalente a una vacuna contra la rabia, acudiendo a comparar tranquilamente todas las fuentes de la denuncia -la s ciudades que proporcionan los diversos principios de justicia- y pasando por las mil y un maneras que tenemos hoy en día en Francia de llevar un asunto ante la justicia. Ellos no denuncian a otros. No desenmascaran a nadie. Muestran cómo nos acusamos los unos a los otros. En lugar de ser un recurso el espíritu crítico pasa a ser un tema, una competencia más entre otras, la gramática de nuestras indignaciones. En lugar de practicar una sociología crítica, los autores inician sosegadamente una sociología de la crítica. De golpe, gracias a esta pequeña brecha abierta por el estudio sistemático, ya no podemos adherirnos completamente al espíritu de la crítica moderna. ¿C ó m o podemos seguir acusando con convencimiento cuando el mecanismo victimario es algo patente? Incluso las propias ciencias humanas no son ya la reserva última que puede hacer posible descubrir los motivos reales bajo las apariencias. También éstas entran a formar parte del análisis (Chateauraynaud, 1990); también ellas llevan sus asuntos ante la justicia, se indignan y critican. La tradición de las ciencias humanas no tiene ya el privilegio de colocarse por encima del actor, discerniendo, bajo sus acciones inconscientes, la realidad que se ha de sacar a la luz (Boltanski, 1990). Es ya imposible para las ciencias humanas escandalizarse sin que en lo sucesivo pasen a ocupar una de las casillas en la cuadrícula de nuestros colegas. El denunciante es un hermano de la gente corriente a la que pretendía denunciar. En lugar de realmente creer en el acto de denuncia, ahora lo concebimos como una «modalidad histórica» que aunque, ciertamente, ac- túa en nuestros asuntos, ya no los explica, de la misma forma que la modalidad revolucionaria tampoco explica el desarrollo de los acontecimientos de 1789. La crítica, como la revolución, se han quedado, hoy en día, rancias.
Pag. 71 (final) 72 y comienzo 73. Nunca hemos sido Modernos