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HERMANN HESSE

PÁGINAS DE UN DIARIO
UN SUCESO EN LAS CUMBRES ALPINAS (1947)

Cierta tarde, en lo más recio de la canícula, subía yo por el estrecho y empinado


senderillo que conduce, montaña arriba, hasta Amalek. Doy tal nombre a una
recogida hondonada cubierta de grama, situada cosa de ciento cincuenta metros
por encima de nuestro hotel, y arropada en semicírculo por los espesos y
fragantes pinares, en la cual, hace pocos días, instalóse durante otros tantos un
campamento de tiendas de lona, cuyas blancas y alegres filas trajéronme a la
memoria no sé qué vivac de los amalecitas o los filisteos representado en la
Biblia ilustrada de Schnorr. Allí, cerca del campamento de los amalecitas, se
hallaban algunos de mis lugares predilectos para descansar, dibujar o escribir.
El calor era sofocante; sobre las nevadas cumbres se cernían, apelotonadas, las
montañas quietas y macizas de las nubes; arriba del todo, en el cenit, entre el
azul delgado y luminoso, grandes rebaños de cirros menudos, ingrávidos,
agrupados caprichosamente, ora en sosiego, ora dulce e ininterrumpidamente
arrastrados hacia oriente por un viento que abajo no se dejaba sentir.
Busqué y hallé un lugar de mi agrado, no lejos de los puntos donde reposaban
otros ociosos paseantes que pasaban aquí su tarde, junto a los linderos del
bosque, entre sombras y el sol, ora leyendo, ora dormitando o charlando,
muchos de ellos a medias o por entero desnudos. Los sucesivos y escarpados
peldaños de la abrupta falda, desde cada uno de los cuales no era posible
divisar los restantes, y la decoración que componían las orillas boscosas,
avanzando siempre hasta los bordes, hacían posible que dentro de un terreno
relativamente pequeño pudiesen tenderse numerosas personas y aun grupos,
sin molestarse en absoluto entre sí, más aún, sin saber nada los unos de la
presencia de los otros. Así también me hallaba yo en mi hondonada verde, entre
un par de pequeñas rocas, ya tendido, ya sentado en la hierba y la fina grama, y
en total soledad, gozando para mí solo del umbroso frescor de los bosques, de
las vertientes cubiertas de prados, de la perspectiva que ofrecían las cabañas y
las casitas esparcidas allá abajo, entre el vaho que ascendía del valle de
Lauterbrunner y también del inmenso espacio diáfano que se cernía sobre los
ventisqueros y glaciares de las grandes montañas.
Tras de una pausa, entregada al reposo y al refrigerio, abrí con indolente
sosiego la pequeña carpeta que siempre me acompaña en tales paseos; se trata
del forro o cubierta de tela del Catálogo de Prensa, de Rudolf Mosse,
correspondiente al año 1910, que me ha permanecido fiel durante todos estos
decenios y que hoy ni siquiera tiene un aspecto deslucido o gastado por el uso.
Saqué del bolsillo la estilográfica, abrí el pequeño bloc de papel y comencé a
dibujar: primero fue una tapia campestre, tras de la cual se alzaba una típica
casa de campo bernesa, toda de recias vigas, dominada por dos altos arces, y
mas allá el escarpado muro, a los pies del monte, coronado por los riscos
agudos y cortantes, y más allá aún, tras de estos riscos, el contorno de la
Jungfrau, cuyo perfil, empero, escaparía a mi papel y tan solo pude esbozar.
Mientras me tendía de nuevo para reposar después de aquel juego caprichoso,
porque me ardían los ojos, llegaron hasta mí numerosas voces juveniles, y a mis
pies surgió una banda de muchachos, una escuela quizá, o un curso de ella,
todos con mochilas, todos hablando alemán de Berna, chiquillos que contarían
entre catorce y dieciséis años, según apreciación mía. Todos estaban sofocados,
sudorosos y desgreñados, y, al parecer, no tenían la menor prisa por marcharse
de allí. Los dos que cerraban la marcha se detuvieron justamente un escalón o
repecho por encima de mí, secáronse las frentes con grandes pañuelos de
colores y, junto con algunos otros, se sentaron unos momentos en la breve y
jugosa hierba. Dedicados a recobrar aliento y a contemplar la inmensa anchura
del panorama que se tendía a sus espaldas, todos guardaron súbito y profundo
silencio. Y entonces, tras una corta pausa, uno de ellos comenzó a recitar de
memoria unos versos, deteniéndose de cuando en cuando y rebuscando en el
recuerdo; pudo, sin embargo, llevar a buen fin el pequeño poema, y yo, que
alcancé a escuchar un par de estrofas, no solo como una mera cantilena rítmica,
sino entendiendo también las palabras, me di cuenta de que se trataba de un
poema escrito por mí; un poema que hablaba de las nubes y que yo mismo, su
poeta, no hubiese sido capaz de extraer de mi memoria. De manera un tanto
cantarina, y casi con solemnidad, declamó los versos que yo había escrito casi
cincuenta años atrás; los camaradas le escucharon en silencio y cuando se hizo
de nuevo el silencio y yo me volví para ver si todavía alcanzaba a verles el
rostro, habían desaparecido monte arriba. Así regresaron hasta mí mis propios
versos, casi medio siglo después de su nacimiento, a través de la boca de un
chiquillo desconocido.

PARA MARULLA
(1953)
¡Hermanita mía! Ayer te dieron sepultura en el viejo campo santo de Korntal,
que tan poco ha perdido, hasta estos días aciagos e impíos, de aquel espíritu y
aquel aroma, aquel sosiego y aquella dignidad del un día "santo" Korntal.
En la tumba de nuestro padre, el abeto que antaño vi pequeño y juvenil, y que
desde entonces no había vuelto a ver, se ha convertido en un árbol alto y
magnífico. Estos días ha habido necesidad de talarle y arrancar de la tierra sus
raíces para que la tumba pudiese darte acogida también a ti; y a fe que con
razón se ha hecho, porque tu sitio está allí, junto al padre, cuya solitaria
ancianidad supiste servir y sostener con tan repetido sacrificio.
Los largos años de esta entrega dejaron en ti un sello y te procuraron entre
todos nosotros, los hermanos Hesse, una especie de singular respeto; y presumo
que pertenece a aquellos sacrificios que entonces cumplías sin un gesto de
rebeldía la renuncia a cualquier otro amor o lazo de unión, que tan grato y
conveniente hubiera sido para ti, como para cualquier alma joven y equilibrada.
También el carácter de que hacías gala en tus últimos años, tan lleno de encanto
virginal y casi monjil, se hallaba bajo el signo del padre. Si de aquel piadoso
anciano irradió tanta serenidad y tanta alegre y grave dignidad en aquellos sus
años de Korntal, después de morir la madre, si su memoria ha permanecido
inolvidable de por vida para todos aquellos que le conocieron entonces, y hasta
para todos los que tan solo le conocieron de vista, tal una figura de patriarca
arrancada de los tiempos bíblicos, parte tienen en ello tu sacrificio, tu asistencia,
tus desvelos, cuidados, compañía y colaboración, sobre todo en los años de su
ceguera. El obispo Wurm calificóle cierto día, ante mí, de "cristiano de los siglos
primeros", y en otra ocasión escribió que él era una de las dos personalidades
más dignas de respeto y veneración que había encontrado a lo largo de su vida.
Pronto hará cuatro decenios que murió el padre; también murieron el obispo
Wurm y la mayoría de cuantos conocieron y veneraron a nuestro padre; sobre
su tumba han crecido ya el musgo y el alto abeto y ahora ha tenido que hacer
un sitio más y tú, hermanita, has regresado junto a él. Me habéis dejado solo,
hermanos míos, quizá para que aún, durante un breve tiempo, recuerde y
medite en vosotros, en los padres y en los cuentos de nuestra niñez. Durante
toda mi vida he rendido culto frecuente a esta memoria y le he erigido
pequeños monumentos; en muchas de mis narraciones y de mis poesías he
intentado retener algo de aquellos cuentos, y esto no por amor de mis lectores,
sino, en el fondo, solo por mí mismo y por vosotros, mis cinco hermanos,
porque solo vosotros sois capaces de comprender los innumerables signos
secretos referencias y alusiones contenidos en ellos, y en cada reconocimiento y
hallazgo de todo cuanto un día vivimos juntos, yo sé que todos vosotros habéis
sentido en el corazón la misma tibieza un poco doliente que sentí yo mismo
cuando conjuré el retorno de lo que nunca podrá volver.
Y si hoy yo, perdido en mis pensamientos junto a tu tumba, recuerdo otra vez
aquellas narraciones y poemas, no es solo aquel gozo un poco doloroso lo que
siento, sino también algo más, algo penoso y atormentador, una insatisfacción
conmigo mismo y con mis historias, sí, algo casi semejante al arrepentimiento o
a la conciencia culpable. Porque en aquellos escritos y poemas se habla siempre
tan solo de una hermana, aunque yo tuve la dicha de poseer dos. Ya
anteriormente hube de sentirme en ocasiones turbado y avergonzado por ello.
De todos modos, esta reunión de dos hermanas en una sola no es en ciertos
casos sino una simplificación, una economía o incluso comodidad,
fundamentada en una incapacidad, en un defecto de mi disposición de escritor,
que me ha prohibido en todo momento escribir narraciones con varios
personajes. Va unido esto, como siempre sentí con claridad, a una absoluta falta
de dotes dramáticas o de temperamento dramático. Naturalmente, empero, en
mi lucha contra esta carencia y defecto, lucha vana que ha durado largos
decenios, he intentado hallar disculpas, cohonestaciones, incluso vindicaciones
para mi incapacidad.
Una vez, un gran poeta del lejano Oriente que examinaba un poema escolar de
algún discípulo, en el que aparecían "algunas flores de ciruelo", dijo la siguiente
frase: "Una flor de ciruelo hubiese sido suficiente." Del mismo modo,
antojábaseme a mí, no solo era cosa permitida y disculpable el que yo, en mis
narraciones, hiciese de dos hermanas una sola, sino quizá, incluso, una ventaja,
una concentración. Mas este agradable aspecto del poema no era capaz de
resistir mucho tiempo mis exámenes de conciencia, y ello por muy poderosas
razones. Pues para los lectores que nos conocen personalmente, la hermana de
mis narraciones es siempre, en realidad, Adele y no Marulla; creo que en mis
escritos no aparece tu nombre sino una sola vez, en la historia del mendigo, al
tiempo que el nombre y la figura de Adele han salido con frecuencia al paso de
mis lectores.
Y no es que yo abrigase la opinión de que te debía una justificación o una
súplica de perdón. No; tal cosa no hubiese sido necesaria entre nosotros. Era
también justo y natural que sintiese más cerca de mí a Adele, sobre todo en
años juveniles, porque es natural y justo que un muchacho tempranamente
maduro busque y elija amigos que sean mayores en edad que él, y sobre todo
en los tiempos de la niñez, los dos años que señalaban la diferencia de edad
entre Adele y yo eran lo bastante insignificantes como para no dificultar en
absoluto la camaradería y, no obstante, tan decisivos, que cualquier ocasional y
afectuoso cuidado maternal que recibiese el muchacho no hacía sino elevar más
aún su ternura, por mucho que le gustase a este, en otras ocasiones, representar
un papel caballeresco.
A despecho de la única hermana de mis narraciones, no erais ninguna de las
dos, para mí, nada semejante a un símbolo, ni tampoco era solo Adele la
preferida de mi corazón, la interesante y la importante; antes al contrario, ya
desde los primeros años de mi existencia yo os vi y os sentí a las dos como dos
caracteres recia y claramente individualizados, y con el transcurso de los años
esta diferencia ha ido ganando en mi conciencia creciente precisión y encanto.
Éramos seis hermanos, muy unidos todos en el afecto mutuo durante toda
nuestra vida, y siempre hallamos en esta diferencia de caracteres y
temperamentos, como es fácil de comprender en el seno de una familia dotada
de un pasable bienestar, más propicia ocasión de jubilo y broma y acicate para
un aumento del cariño mutuo, que en aquellos rasgos que nos eran comunes a
todos. Bien es verdad que alguno de nosotros borró de sí, con el crecimiento y el
paso de los años, ciertas cosas que nos eran comunes por nuestra educación;
mas no por ello sufrió mengua alguna nuestro amor fraterno.
Quizá hubiésemos podido compararnos con un sexteto, con un conjunto de seis
voces y seis instrumentos en el que no hubiese ni piano ni tampoco primer
violín; mejor dicho, sí los había, mas no estaban confiados a manos
permanentes, porque cada uno de nosotros era, de tiempo en tiempo, la figura
principal: ya fuese en su nacimiento, ya en los exámenes aprobados con éxito,
ya en los esponsales o en las bodas, mucho más aún en los peligros y en las
dolencias amenazadoras o sufridas. Quizá - no lo sé exactamente - cada uno de
nosotros, los más jóvenes, sintiese envidia ocasionalmente de aquella
irradiación cálida, aquella jovialidad y fuerza de atracción que habían recibido
juntamente Theo y Adele o de la amable serenidad de Karl, pero cada uno
poseía sus dones y cualidades peculiares, incluso nuestro querido hermano
menor, Hans, el cual, sin el bestial abuso cometido con él por un profesor y sin
la harto temprana y poco acertada elección de su profesión, bien hubiese
podido recorrer un sendero más gozoso y brillante. Porque si bien - aunque esto
tampoco lo sé y solo aventuro un quizá - todos nosotros hemos sabido reunir la
fuerza y la ductilidad necesarias para resistir firmemente los embates de la vida,
éramos lo bastante tiernos y diferenciados como para estar tan expuestos a los
temores y calamidades que llevan a la desesperación, por exceso de duda en
nosotros mismos, como lo estuvo nuestro Hans.
Comparada con Adele, toda imaginación, alma festiva y alegre, siempre
hambrienta de belleza, tú eras más sobria, más fría quizá, pero también más
dotada de talento crítico, y siempre capaz de tener una burla en los labios. Si
nunca tuviste la excitabilidad y el prodigioso entusiasmo de Adele, eras, sin
embargo, más cautelosa y más precisa en tus juicios, más difícil de cegar y de
seducir, y también más exacta en tu expresión verbal o escrita, punto este donde
era fácil percibir la escuela y el ejemplo del padre. Tu ironía y tu burla supieron
hallar la descripción certera de ciertas personas y ciertos sucesos. Nunca te
mostraste insensible ante el mundo de la fantasía y del arte, pero sí esquiva o
retraída; amabas la hermosura, mas no querías verte halagada, seducida o
captada por ella. Todo cuanto fuera solamente bello, cuanto se limitase a causar
agrado o complacencia, era para ti digno de menosprecio; debía poseer también
el valor y la dignidad de lo verdadero.
Creo recordar que en alguna ocasión me dijiste de palabra o por escrito lo que
pensabas acerca de los versos. Mi recuerdo no es muy preciso en este punto,
pero creo que era esto, poco más o menos: de cuando en cuando estimabas y
gustabas de cualquier auténtico poema, pero no creías en modo alguno que un
pensamiento profundo o hermoso hubiese necesariamente de serlo más aún si
estaba formulado en verso en lugar de estarlo en prosa; y mucho menos todavía
podías creer que un pensamiento vulgar, borroso o truncado se tornase mejor y
más perfecto si se le vestía con versos. Cuando escribí y te envié un poema el
día de tu último cumpleaños, el único poema que he podido arrancarme de
dentro, por así decirlo, en estos últimos años de esterilidad, felizmente no se me
ocurrió pensar en aquel juicio tuyo. No era mi intención sorprenderte con unos
hermosos versos, sino testimoniarte tan solo que había pensado en ti y me había
tomado, por amor a ti, una pequeña molestia. Pero después, cuando mis
confusos y desmañados versos ya habían sido enviados, volví a recordar tus
palabras, me avergoncé un poco y al fin me sentí lleno de contento cuando mi
pequeño obsequio halló una acogida amable y afectuosa.
Una vez - tengo que confesarlo - me sentí un poco enojado contra ti y también
un poco desilusionado, con lo cual cometí una grave injusticia. Fue en aquel
Viaje o Nuremberg que describí en una narración, allá por los años veinte, en una
época crítica y a menudo maligna de mi vida, que no había alcanzado aún la
catarsis a través del Lobo estepario. Tú residías entonces en Munich, y en aquel
temple de ánimo febril y oprimido que me dominaba en los días en que efectué
mi regreso desde Nuremberg, fue para mí un consuelo saber que en Munich me
esperaban no solamente un viejo amigo dispuesto a beber conmigo unos vasos
de vino, sino también tú, que eras uno de nosotros, alguien que compartió con
todos aquel hermoso y sagrado amanecer de nuestra vida. Llegaba yo, envuelto
en el torrente amenazador y opresivo de aquel angosto desfiladero por el que
mi vida cruzaba a la sazón, y en el reencuentro y el diálogo con dos de los seres
más queridos y próximos a mí esperaba, con la confianza del niño en sus
mayores, encontrar algo hermoso e imposible, un grado de comprensión nunca
alcanzado en parte alguna hasta entonces, protección y salvación; algo, en fin,
que nadie en realidad hubiese podido ofrecerme o ser para mí. Y cuando te
encontré en Munich, satisfecha en tu sosiego doméstico, en un mundo y una
familia extraños para mí, contenta, sí, de volverme a ver, pero sin la menor
inclinación ni intención de desempeñar conmigo el papel de una persona en la
que se puede confiar y descargar el corazón, me retraje, desengañado y enfriado
en mi afecto, y en aquella ocasión no hubo entre nosotros verdadera
cordialidad. Pero lo que yo busqué entonces junto a ti, allá en Munich, era cosa
que nadie hubiese podido darme, ni siquiera Adele, ni tampoco el padre y la
madre. Sin embargo, yo me sentía prisionero en el cepo y solo después, bastante
tiempo después, fui capaz de comprender Y de sentirme agradecido hacia ti por
el hecho de que entonces mantuvieses tu distancia y tu sosiego y te negases a
seguirme en el áspero yermo de mis extravíos.
Fue muy hermoso tenerte de huésped en Montagnola, durante varias semanas,
con ocasión de un viaje emprendido por Ninón; recuerdo que convivimos
entonces en sosiego y silencio, alegres casi siempre, y cuando me leías en voz
alta al atardecer, o me traducías en extracto textos ingleses, o bien me dabas tu
opinión escueta y sin rodeos sobre cualquier cosa que habías leído a instancias
mías, Pude representarme claramente la vida que hubiste de llevar con nuestro
padre durante los años de su viudedad, ayuda y camarada. ¡Ay, y al término de
aquella estancia entre nosotros llegó algo que nos unió más estrecha e
íntimamente que nunca para todo el resto de nuestros días: la noticia de la
muerte de Adele, tras de la cual solo quedábamos vivos nosotros dos, único
resto de todos los hermanos! Desde aquel momento nos unimos de nuevo
plenamente, incluso durante los largos y crueles años de sufrimiento que
hubiste de soportar, aunque tan solo pudimos volver a vernos una sola vez.
En estos postreros tiempos de nuestra unión, asimismo, desapareció y perdió
su rostro para siempre algo que en toda hora nos había incomodado y separado
un poco. Me refiero a mi oficio de escritor, o mejor aún, a mi constante estar en
el pleno de la publicidad, a la necia afectación de la fama, al inoportuno asedio
de los admiradores, sinceros o insinceros, por los que también te viste tú
incomodada con frecuencia. Adele había soportado todo esto más fácilmente;
incluso le había causado cierta gracia y no poco halago esto de tener un
hermano famoso: era como un pequeño aderezo para ella, como una alegre
fiesta. Tú, empero, en tu noble sobriedad, siempre contemplaste con harta
dureza crítica esta fama, esta publicidad, estas honras y admiradores. Tú sabías,
por supuesto, lo que yo mismo pensaba sobre todo ello, pero me veías a mí y a
mi propia vida devorados y atenazados en medida creciente por todo este
aparato tentacular; me veías entregado a múltiples tareas obligatorias e
inoportunas, que absorbían y empobrecían mi propia vida privada. Y era
precisamente esta vida inalienable y privada lo que más amabas tú y lo que tú
hubieses compartido conmigo gustosamente, mucho más de lo que me hubiera
sido a mí posible hacer. Famoso o no, yo era tu hermano, y tu sentías por mí un
afecto fraternal; y si la fama me arrebataba de tu lado, robándome al estrecho
círculo natural de mis allegados, tú veías en ello, con harta razón, una pérdida
tanto para ti como para mí. Empero, supiste como habituarte a esta pérdida y
comprendiste que yo no podía sustraerme a este daño, que no solamente tenía
que escribir mis libros, sino también soportar, según mis fuerzas, las
consecuencias de esta tarea, ora fuesen hermosa o pesadas.
Hay algo, muy importante por cierto, acerca de lo cual nunca he hablado
contigo a fondo, como tampoco con los restantes hermanos. Me refiero a la fe en
la cual nos criamos todos y dentro de la cual no todos los seis hemos
permanecido. Adele, tú y Hans, cada uno a su manera, habéis permanecido
fieles a la fe de los padres, y tengo mis razones para creer que la tuya fue
siempre la más semejante a la de nuestro padre y la más asequible a ser
sometida a una formulación; sí, en vuestro catecismo, en los hermosos cánticos
eclesiásticos del siglo xvii, con una pequeña adición de Spener, Bengel y
Zinzendorf, estaba expresada con bastante exactitud.
Lo que yo nunca hubiese podido hablar seriamente con nuestros padres, esto
es, la historia de mi crítica y de mis dudas sobre esta fe, y mi progresivo
hallazgo de una piedad ajena a cualquier confesión, de una piedad alimentada
en fuentes griegas, judías, indias y chinas, como asimismo cristianas, todo esto,
podría creerse, hubiera sido materia propicia para el diálogo contigo. No
sucedió así. Impedíalo una timidez, una interdicción; el respeto ante las
convicciones de los otros y nuestra común repugnancia por toda veleidad de
proselitismo, hacía imposible dicho diálogo y más hondo aún el
convencimiento de que jamás deberíamos evocar o despertar aquello que nos
era común a todos. Y así pudimos salvar y vivir los hermanos, por encima de
cualquier abismo dogmático, una paz hermosa y tolerante. Si se hubiese situado
un día, desnuda, a tu fe cristiana junto a mi credo universal, se hubiesen
separado al punto, como el fuego y el agua, como el sí y el no. Pero lo que ha
guiado tanto tu vida como la mía, cual una brújula interior y una fe nunca
formulada explícitamente, era, sin embargo, algo común a ambos, y
probablemente fue bueno y hermoso que sintiésemos en todo momento que
esto era algo sagrado e intangible.
Me he despedido de ti, Marulla sin creer en ese reencuentro del que tú estabas
todavía tan segura en tus últimos delirios de enferma. Pero no te he perdido,
no; estas junto a mí, como lo están todos mis muertos amados.
Del mismo modo que Adele o la madre están presentes ante mí en ciertos
momentos, quizá para recordarme que no debo olvidar lo divino y lo solemne,
por encima de la vida de todos los días, así también estarás tú a mi lado, sobre
todo cuando me halle en peligro de cometer alguna inexactitud y de faltar a la
verdad, por precipitación, trivialidad o extravíos de la fantasía. Entonces- así lo
creo y espero - tú me lanzarás una mirada desde tu región de virginidad, de
orden y de incorruptible, pese a todo el cariño fraterno, incorruptible veracidad.

PAGINAS DEL DIARIO AÑO 1955


13 de marzo.
Hoy es domingo; ante las ventanas, el sol lucha contra las crecientes y
arremolinadas vedijas de niebla. He dormido bien, y sin embargo me siento
mortalmente cansado; siento mareos y con el desayuno deberé tomar algunas
gotas de tónico cardíaco. Después me viene a la cabeza que hoy retransmitirán
por la radio un capítulo del Klingsor, declamado por un buen actor. Me pareció
magnífico, porque durante media hora me eximiría de cualquier quehacer o
decisión. Ninón llegó después y yo me tendí en el sofá de la biblioteca. El
locutor sabía bien su oficio. Leyó el "Día de Kareno", del Klingsor, y yo no preste
demasiada atención al principio, pero luego logró introducirme totalmente en la
narración, que solo muy fragmentariamente conservaba en la memoria. Y al fin
brotaron ambas cosas del abismo del pasado y del olvido: tanto el poema de
Klingsor como la época en que brotó a la vida, en aquel ardoroso estío de 1919,
el primero después de la guerra, el primero, también, de mi vida en Tesino.
Escuché con asombro y dejé que penetrasen dentro de mí las imágenes
atropelladas, hirvientes, trémulas; era un poema hermoso y sugestivo, jadeante,
al parecer, y no obstante perfectamente proporcionado y reposado en sí mismo;
y me vi a mí mismo duplicado durante toda la recitación, me vi como el hombre
que había vivido un día el verano de Klingsor y el día de Kareno, y me vi
también como el otro, el que los había escrito casi al mismo tiempo. Eran dos
muchachos prodigiosamente vivos, centelleantes, chispeantes, tanto el que lo
vivía como el que lo escribía; nada les parecía demasiado osado, nada
demasiado difícil, nada demasiado peregrino y desatinado; con todo se
atrevían, todo lo superaban. Desde una gigantesca lejanía, pero
prodigiosamente claro en todos sus rasgos y detalles, vi dibujarse y
desarrollarse aquel día mágico, admiré al pintor que podía caminar sin fin,
amar, observar, gozarlo todo, beber y charlar; una centésima parte de todo
aquello bastaría para aniquilarme. Y vi también cómo acudían a él, en torrente,
las ideas, siempre de dos en dos, y cómo él sabía manejarlas, formularlas y
esparcirlas luego, de forma irresponsable en apariencia, pero absolutamente
consciente y plena de dominio, tan pronto ardiente como fría, tan pronto
ingenua como artística. Con los ojos cerrados, acechado siempre por el vértigo,
escuchaba al recitador, que me conducía hasta las más altas cimas de la vida,
con las figuras de aquella ronda de amigos llenos de embriaguez estival, casi
todos los cuales reposan ya en la tumba y han sido olvidados, y el resto andan
perdidos por el mundo y han olvidado a su vez aquel día y aquel verano y todo
cuanto conturba hoy mi corazón al escucharlo de nuevo, con tan hermosa y
doliente emoción. ¡Hechizo milagroso, férvido y melancólico hechizo de la
fugacidad irreparable! ¡Y más milagroso todavía este salvarse del olvido, este
guardar el rescoldo de lo ya sido, su secreta supervivencia, su secreta eternidad,
su facilidad para despertar de nuevo en el recuerdo, su permanecer enterrado y
viviente dentro de la palabra dispuesta a ser; conjurada una y otra vez! ¿Y quién
es el que yace ahora en el sofá, blandamente acunado por el vértigo,
embelesado por el narrador y su historia, un anciano ya extinguido, mucho
menos real y viviente que su propia imagen evocada desde el fondo del tiempo
pasado...?

14 de mayo.
Todas las cosas soñadas están en parte relacionadas con mis lecturas de los
últimos meses, en parte con recuerdos familiares, evocadas por numerosas
noticias de muertes dentro de esta misma esfera, y todo situado sobre aquella
escena suntuosa y falaz de los sueños, en un ámbito que no lo es tanto cuanto
un constante cambio de diversas dimensiones del tiempo, una mezcla de todo
género de tipos, y clases de pasado. El pasado real, vivido, no solo estaba
vertido en poesía y hecho historia; lo vivido estaba situado en el mismo plano y
bajo la misma iluminación que lo leído. Por lo que se refiere a lo leído, consistía
en trozos sueltos del diario de André Gide de los años treinta, en el cual el gran
camarada se afana tan pronto por los problemas de la moral social como por el
envejecimiento, y todo con esa forma suya tan peculiar, terca y minuciosa, y
donde, asimismo, se entremezclan con frecuencia meditaciones seniles con otras
de la vitalidad más juvenil que pensarse pueda. Además de esto, yo estaba - y
estoy aún, porque la lectura no ha terminado todavía - ocupado con un cierto
libro, un libro insólito y conmovedor: me refiero a la novela de Friedrich Forrer
titulada Heimat ohne Gnade. Entre las numerosas novelas alemanas que se apilan
sobre la mesa de la biblioteca, cubriéndola por completo, y ocupan todo un
rincón en el suelo de mi cuarto de estudio, esperando una reacción cualquiera
por mi parte, me he encontrado con algo gozosamente pujante y acabado, que,
según presumo, no podre olvidar tan fácilmente. Con los ecos de esta novela,
anotaciones de Gide y las últimas experiencias vividas o recordadas, aderece en
sueños una trama de numerosos hilos, un juego rico en múltiples relaciones,
aunque vacío quizá de sentido, casi podría decir una comedia; pero a través del
alegre esmalte de su superficie afloraba tercamente un eco de cuanta siniestra
amenaza pesa sobre la situación del mundo y de los problemas tardíos de la
propia vida, surgiendo desde un fondo turbio y dudoso, tal una oscura flora de
algas bajo la lisa superficie de las aguas.

15 de mayo.
Un domingo lluvioso; gratamente insólito este fresco húmedo, tras múltiples
semanas de pesada sequedad. Para los ojos, el mundo también cambiado,
trastrocado: antes, una lejanía clara como el cristal, dibujada con precisión, y
una cercanía levemente polvorienta; ahora, una cercanía húmeda, verde y
jugosa en su ondulación, que se pierde en una sucesión de planos palpitantes y
sin contorno en vahos y nubes. Los dolores, agudísimos, imposibilitan el trabajo
y la lectura. Pero en el programa de radio Beromünster para este mediodía hay
algo atractivo y apetecible: el concierto para dos coros y orquesta, en do mayor,
de Handel, y el concierto para orquesta de Bela Bartok, obra esta del año 1944.
Un programa que Carlo Ferromonte no hubiese aprobado jamás y que a mí se
me antojó, asimismo, compuesto de modo un tanto tosco, pero que luego,
durante la audición, reveló su acierto de modo sorprendente. En él estaban
enfrentados entre sí dos mundos y dos épocas; dos mundos extraños el uno
para el otro, contrapuestos: Yin y Yang, Cosmos y Caos, Orden y Azar,
plasmado cada uno por un maestro lleno de talento y de fuerza expresiva.
Handel... era la simetría, la arquitectura, el júbilo mesurado y el lamento
mesurado también, cristalino y lógico. Era un mundo en el que reinaba el
hombre, como imagen y semejanza de Dios, erguido sobre una base de roqueña
firmeza y situado en un centro determinado con toda precisión. Era bello este
mundo, indeciblemente bello, radiante, lleno hasta los bordes de una fuerza
jubilosa, centrado y ordenado como el rosetón triunfante y multicolor de una
catedral, o como un mándala asiático edificado en el centro de una floración de
lotos. Y este mundo nobilísimo resultaba más hermoso aún, ganaba en valor y
en bienaventuranza, en cristalina ejemplaridad, por el hecho de ser mi mundo
lejano y pasado, perdido en el tiempo y evocado desde este otro mundo y este
otro tiempo nuestro con la nostalgia que envuelve a los paraísos perdidos para
siempre.
¡Y frente a él, esta otra música, la de hoy, la de Bartok! En lugar de Cosmos,
Caos; en lugar de Orden, Confusión; en lugar de claridad y contornos precisos,
olas trémulas de sensaciones dolientes; en lugar de una construcción y un
discurso dueño de sí, capricho y azar en las proporciones y renuncia a toda
arquitectura. Y, sin embargo, magistral ella también. ¡También ella hermosa,
conmovedora, magnífica, gloriosamente inspirada! Si Handel era bello como
una estrella o una vidriera de roseta, el otro lo era como una escritura de plata
con la que el viento estival dibuja en la hierba fantásticas partituras, hermosa
como un torbellino de copos de nieve y como fugaces y dramáticos juegos de la
luz del crepúsculo sobre la superficie de las dunas en el desierto; hermosa
también como los susurros borrados por el viento, de los que no se sabe si
fueron risas o sollozos, rumores que llegan hasta nuestros oídos en el
entresueño del alba, recién llegados a una ciudad desconocida, en una
habitación y un lecho extraños, y que desearíamos ansiosamente descifrar, mas
no tenemos tiempo para ello porque se atropellan y suceden entre sí con
presuroso e incansable murmullo. Así también murmura, ríe, solloza, tose,
jadea, se enfurece y juguetea esta música tan rica en sensualidad y en colorido,
tan dolientemente hermosa, sin lógica, sin estatismo, toda ella instante fugaz,
toda ella hermosa y moribunda temporalidad. Y por todo ello es mucho más
hermosa y se torna mucho más irresistible, porque es la música de nuestro
tiempo, y expresa nuestras sensaciones, nuestro sentimiento vital, nuestras
debilidades y fortalezas. Ella nos expresa a nosotros y a nuestras formas de
vida, tan cuestionables, y al hacerlo así nos afirma, conoce igual que nosotros la
hermosura de las disonancias y del dolor, las ricas escalas de los tonos
quebrados, la conmoción y relativización de los sistemas de pensamiento y de
las morales, y también la nostalgia de los lejanos paraísos del orden y el seguro
cobijo, de la lógica y de la armonía.
Resulta consolador que, según todas las previsiones, estos dos mundos y estos
dos tipos de música, junto con sus escalones intermedios, seguirán
perpetuándose en obras maestras semejantes a estas y podrán ser recordadas y
evocadas una y otra vez; y que, aunque una época posterior hubiese de perder
las llaves de acceso a ellas, estas llaves volverán a ser halladas algún día, con
toda seguridad. Muchas, incontables generaciones, se inclinarán aún, llenas de
nostalgia o de regocijo, de admiración o de asombro, sobre el brocal del pasado,
y al hacerlo se sorprenderán de que todo lo ya sido, cuando fue realizado por
un maestro, posee una duración eterna.

1 de julio.
Ha llegado un estío caluroso, sacudido por frecuentes y recias tormentas, un
tanto caprichoso y versátil, pero también fuerte y opimo; la fronda y la floración
de los castaños es de una poderosa abundancia y plenitud, espléndidos los
frutos como no lo eran desde años ha. He salido de casa, para dar descanso a
mis ojos y gozar un rato del aire libre, y me encuentro abajo, en el jardín, en el
lugar donde acostumbro encender fuego, cerca de la empalizada; la vereda
negrea durante un buen trecho, cubierta de gruesas moras caídas. Preparo
convenientemente mi pequeño horno de carbón, hay que quemar abundante
papel, y yo evito hacerlo en casa, no sin ciertos remordimientos de conciencia,
porque en ella reina un ajetreo de fiesta: mañana es día de cumpleaños, y ha
comenzado ya hace varios días, con cartas en gran número, impresos, paquetes
de libros y también algunos regalos de amigos. Junto a la puerta de entrada hay
una caja con botellas de vino de la privilegiada falda sur del Schloss Girsberg;
hay también montones de papeles, que contienen dibujos, aguafuertes y notas
musicales, sobre todo composiciones de Heder, El pintor suabo Hugo Geisskr
me ha enviado un hermoso dibujo de la casa que me hice edificar junto al lago
de Constanza, cincuenta años ha; los árboles y los setos han crecido mucho,
pero puedo reconocerlo todo aún, y me acuerdo de aquel tiempo en que tuve
conmigo, tan a menudo, en aquella casa recién construida y aquel recién
aderezado jardín, al joven poeta suabo Martin Lang, como huésped y
compañero de trabajo. ¡Ay, también hay algo suyo entre estos envíos postales,
una breve prosa con perfume de fábula, dedicada a mí; pero no ha sido él quien
me la ha enviado por sí mismo, como en otros años! El, que jamás estuvo
enfermo, se fue súbitamente de entre nosotros y desapareció para siempre. El, el
hijo de un párroco rural del Alb de Suabia, allá en los años más tiernos de su
mocedad, compartió con frecuencia mi vida y supo hacerla más alegre y clara;
juntos charlábamos, escribíamos poesía, descubríamos viejas mitologías
orplídicas, trabajábamos en el jardín, bebíamos vino, quemábamos fuegos de
artificio, y coleccionábamos mariposas. ¡Cuántos viejos amigos me ha
arrebatado ya este año que corre! Y, sin embargo, hoy pienso en ellos sin
tristeza, porque todos siguen viviendo y cruzan por mis pensamientos y mis
sueños iguales a como eran cuando vivían aún.
He encendido mi hoguera y ando atareado con un enorme montón de ramaje
casi verde todavía, tristes restos de las últimas y recias tormentas y sobre todo
del gran crimen que se cometió en mi bosque, al comenzar la pasada primavera,
por orden de la Oficina Forestal del Estado: por doquiera yacen todavía
enormes montones de ramas y tiras de corteza, materia bastante para encender
cien hogueras. Voy partiendo en pequeños trozos todo cuanto he de quemar
hoy, y aparto los más grandes o recios para unirlos a la provisión del invierno.
Quiebro y rompo las ramas, mientras me olvido poco a poco del correo festivo
que me espera arriba y que nos ha de dar buen trabajo durante bastantes días; y
en lugar del consabido temor ante la idea de enfrentarme con toda esta labor,
brota en mí un sentimiento gozoso, reminiscencia de aquella alegría tensa y
expectante de los cumpleaños de mi niñez y mi mocedad, cuando un día como
este no traía carta alguna y los regalos consistían en un ovillo de sedal para
pescar, un par de pliegos de papel de escribir y una pequeña orza de cristal
llena de miel del Gütle de tío Friedrich. Todo ello yacía sobre una mesita baja,
junto a una redonda tarta de kirsch, con tantas velitas encendidas como
correspondían a mis años. Mi madre me llevaba hasta la mesita, cogido de la
mano, y todos nosotros entonábamos la canción de cumpleaños, en la que
nuestro papagayo Polly mezclaba sus jubilosos tonos de oboe. ¡Ah! ¡Este viejo
corazón se me rompería si volviese a vivir todo esto!
Pero la alegría no ha cesado y no han cesado los milagros. Mientras me
dedicaba a partir leña y comunicaba en mi corazón con los amores ha mucho
tiempo muertos, llegó hasta mí un ser extraño y singular, como lanzado, tal un
relámpago de oro, desde el azul del cielo de la mañana estival, resplandeciente
de verdeoro, algo que zumbó y vibró en torno a mi cabeza, desapareció entre
los espinos albos, surgió de nuevo inmediatamente, vino de un vuelo hasta mí y
se posó a mis pies sobre el ramaje: era un papagayo, un loro, un mensajero
extraño y mágico, surgido de quién sabe dónde y llegado hasta mí en vuelo
desde un mundo de rara hermosura.
"¿De dónde vienes, di?", le pregunté, y tuve la dicha de recordar aún, desde
aquellos lejanos días de la niñez, el lenguaje de los papagayos. La hermosa y
radiante ave me comprendió solo a medias, porque yo le hablé en el idioma de
Polly, que era un ave africana gris, de roja cola, sabia y muy versada en el
lenguaje, huésped de nuestra casa durante más de veinte años; no, no era
exactamente el lenguaje de los loros de oro y verde lo que yo hablaba, pero no
obstante era el idioma de los papagayos; Y el recién llegado alzó su cabecita y
me contempló con gesto inquisitivo y cuando yo me incliné y proseguí el
diálogo muy junto a el, miróme, afirmó sin timidez alguna, y sus pequeños ojos
centellearon, mientras escuchaba con atención cortés mis salutaciones y
preguntas y gorjeaba innumerables respuestas en un breve y repetido staccato.
Comenzó a buscar alimento en el suelo, se acercó mucho al fuego y no pareció
que el humo le molestase; sin embargo, no tocó las dos gordas y sabrosas moras
que corté para él y le puse muy cerca del corvo pico. Entonces, prosiguiendo de
nuevo mi trabajo, tomé en la mano una larga rama de castaño y me disponía a
romperla en trozos más pequeños y ofrecerla a las llamas cuando mi amigo el
loro echó a volar, balanceóse en el aire y se posó al punto sobre el extremo de la
susodicha rama, mientras me contemplaba desde arriba, con gesto jubiloso y no
mostró el menor disgusto cuando yo agité suavemente la rama, arriba y abajo.
Durante largos años, en todas las épocas del año y las horas del día he podido
contemplar en este mismo lugar infinito número de cosas, he recibido la visita
de los mirlos, un par de erizos y de serpientes, y en cierta ocasión la visita de
una gruesa y pesada tortuga; pero nunca me había encontrado con algo tan
encantador, tan fabuloso e inverosímil como esta visita de casi diez minutos
rendida por un ser surgido de la selva ancestral de lejanos parajes, del bosque
primigenio de una niñez lejana y experta en el lenguaje de las aves... ¿O acaso
era el paraíso del color y de la luz el que me había enviado aquel pájaro
radiante y alegre? Un par de veces más dejóse Maese Loro balancear por mí,
suavemente, allá en la punta de la rama; después se cansó del juego y echó a
volar, hasta la cerca primero, luego hasta el abedul y después más allá, hasta
desaparecer.
Describir todo cuanto cruzó por mi cabeza con ocasión de este extraño suceso y
como consecuencia de él, en recuerdos, ecos, pensamientos y fantasías,
requeriría días y días de trabajo. No es posible hacerlo, ni tampoco es necesario.
Lentamente fui evadiéndome de aquel encantamiento, mucho tiempo después
de la partida del exótico pájaro verdeoro, y de nuevo volvió a mi cabeza el
cúmulo de trabajos que me esperaba arriba en casa. Ate juntos los utensilios, la
zappetta, la criba de la ceniza, las tijeras de podar, écheme a las espaldas la gerla
y comencé a ascender lentamente por la calurosa pendiente, a lo largo de las
vides alineadas. Dejé mis cosas en la terraza, junto al cuarto taller, y tendí la
mano hacia el pomo. Pero esta mañana, con su festividad de fábula, no había
agotado todavía su tesoro de magia.
Junto a uno de los pilares de granito de esta terraza crece una alta vara de rosal;
hace tiempo que pasó su florecimiento anual, y ahora crece a sus pies una
silvestre confusión de brezo y martagón, un poco viejo ya, que dentro de una
semana, más o menos, empezará a dar las primeras flores. Cegado por la cruda
luz del estío, vi emerger del fondo de este verde y frondoso rincón un objeto
oscuro y menudo, silencioso como una sombra viviente. No era un ave, sino
una mariposa, y de la especie antíope, que se ha vuelto tan rara en esta comarca
y a la que no había vuelto a ver desde tres o cuatro años atrás. Era un animal
grande, hermosísimo, casi recién salido de la crisálida. Aleteó y tembló, oscura,
ante mis ojos, alejóse y volvió hasta mí, me olfateó, revoloteó en torno y al cabo
se posó en mi mano izquierda. Plegó sus alas sosegadamente, esas alas cuya
cara interior posee unos colores de hollín y ceniza, tan sombríos; volvió a
tenderlas y mostróme ese violeta oscuro, profundo y aterciopelado, con las
estrías amarillo napóles en sus bordes y la linda fila de puntos azules, que tan
noble y discreta aparece entre el claro perfil de las alas y la negrura que vuelve
y repite su oscuridad con el caput mortuum. Despaciosamente, con el ritmo de
un aliento sosegado, la hermosa abrió y cerró sus alas de terciopelo, asida
firmemente al dorso de mi mano con sus seis patitas finas como cabellos, y al
cabo de unos instantes alzó el tembloroso vuelo, sin que yo me percatase de su
desasimiento, y desapareció en la inmensa y abrasadora claridad.

FIN DE LAS
"PAGINAS DE UN DIARIO"

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