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CATALÀ, Josep M. (2005) La imagen compleja. Barcelona.

Universitat Autònoma
de Barcelona.
“Me atrevería a afirmar que, el 11 de septiembre de 2001, la aparición en las
televisiones de todo el mundo de las imágenes de las torres gemelas de Nueva
York perforadas por dos grandes aeronaves, supuso un momento epifánico en el
que cristalizó de manera definitiva la larga decadencia de este mito de la imagen
mimética. La metafísica que fundamentaba la recepción de las imágenes sufrió
entonces un vuelco sustancial. Ahí estaba finalmente la anhelada coincidencia
entre la realidad y su representación para que la viera todo el mundo. Esto había
ocurrido pocas veces antes, por no decir ninguna. Se habían producido
asesinatos de líderes políticos o desastres naturales que habían sido grabados
por las cámaras, es decir, que el significado de la historia (que es donde la
realidad cambia de nombre) había sido transmitido antes por televisión, pero
prácticamente nunca en el momento mismo en que estaba sucediendo. Y cuando
sí ocurrió algo parecido (el asesinato de Oswald por Jack Ruby o el atentado
contra el presidente egipcio Anuar el-Sadat), la visión del suceso en directo no
fue ni mucho menos global, sino muy localizada. Nunca tantas personas habían
contemplado un acontecimiento a la vez, desde tan distintos lugares, como el día
del Apocalipsis neoyorquino. No cuentan los acontecimientos populares
retransmitidos en directo, como las olimpiadas o las bodas o funerales de la
realeza, porque en estos casos el acontecimiento está previsto y ensayado. Lo
que las cámaras captan en directo en tales ocasiones es una dramaturgia, no el
significado de lo real en el momento de producirse. Captan, en todo caso, el
intento de fabricar un símbolo. Tales retransmisiones son equivalentes a la
dramatización de las noticias que hacían los Lumière y Méliès al principio del
cinematógrafo: en ambas circunstancias, los acontecimientos se ponen en
escena para las cámaras, si bien antes se trataba de confeccionar una copia, más
o menos imaginativa, de lo sucedido, mientras que ahora las cámaras y el suceso
forman una unión indisoluble, construyen la realidad. Estas celebraciones
actuales son en gran medida simulacros que sin la presencia de las cámaras no
existirían.
El 11 de septiembre, sin embargo, la realidad se transfiguraba ante nuestros ojos.
En la pantalla de la televisión aparecía una imagen que era el fiel reflejo, la copia
exacta de lo que estaba sucediendo en aquel momento en Nueva York. Es más,
no podía hablarse ni de reflejo ni de copia, puesto que era la realidad misma la
que impregnaba nuestra pantalla a través de milagros electrónicos de los que
prácticamente todos lo ignorábamos todo y que en verdad no nos importaban
nada porque la conexión mágica entre la imagen y lo real en trance de significar,
de ser historia, se había por fin verificado, lo que no podía significar otra cosa,
según lo previsto, que todas las mediaciones posibles habían sido anuladas.
Imagen y realidad se habían convertido en una sola cosa y esa visión de la utopía
en funcionamiento nos mantenía pegados al televisor.
Pero pasaron las horas y el significado nunca hizo acto de presencia en la
pantalla. La imagen era impactante y se incrustaba para siempre en nuestro
imaginario, pero apenas si conseguíamos comprender lo poco que balbuceaban
los inquietos locutores. Nuestra visión nos servía de bien poco, excepto para
mantenernos en actitud devota ante la aparición de la verdad en la pantalla. La
imagen mimética, potenciada al máximo por las tecnologías, era incapaz de
producir ningún tipo de conocimiento, más allá del simple testimonio. Lo estamos
viendo, nos decíamos unos a otros, pero no sabemos nada. Recuerdo que alguien
escribió que, en ese momento, tuvo la impresión de que lo simbólico estaba
matando a lo real. Lo cierto es, creo yo, que sucedía todo lo contrario: era lo real,
lo impoluta e insignificantemente real, que pretendía aniquilar lo simbólico por
asimilación. Afortunadamente, sin conseguirlo, puesto que la imagen tenía la
potencia de las imágenes dialécticas que, según Benjamín, son capaces de
condensar las corrientes subterráneas de una época. La imagen aparecía en el
televisor con una pretendida evidencia wittgensteiniana, pero en realidad
contenía toda la imaginación benjaminiana: “cada idea contiene la imagen del
mundo. A su representación le concierne nada menos que transformar en signo la
imagen del mundo en toda su concisión” (Citado por Sigir Weigel en Cuerpo,
imagen y espacio en Walter Benjamín, Barcelona, Paidós, 1999, p. 39). Pero para
llegar a este convencimiento, había que hacer algo más que dejar que la luz del
televisor impregnara nuestras retinas.
Esas imágenes de las torres en llamas nos hacían entrar de golpe en la era de la
visión, donde ya no podríamos seguir creyendo que ver y mirar es una misma
cosa, que la realidad sin atributos es la fuente de todo conocimiento y que la
imagen es capaz de transmitírnoslo o que, a la inversa, puede permitirnos
acceder a la realidad como si nos asomáramos a una ventana. De ahí la idea de
imagen compleja que pretendo poner de manifiesto en este libro como necesario
sustituto a la imagen mimética. Estamos en tránsito entre dos imaginarios
distintos y es necesario prepararse para la travesía.” pp. 20-21.

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