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EL PEGAMENTO DEL AMOR

por el Hermano Pablo

Muchos días y muchas noches pasó cavilando Waldemar Augusto Albano. Ensayó mentalmente
centenares de fórmulas y medios, hasta que por fin creyó hallar la solución: una solución, para él,
infalible.

Waldemar era portugués y vivía en Brasil. Estaba locamente enamorado de su novia. Pero la
muchacha le había dicho que quería terminar con el noviazgo. ¿Cómo retenerla a su lado para toda la
vida?

Waldemar compró un supercemento capaz de pegar cualquier material. Tan pronto como se untó la
mano con ese cemento, tomó fuertemente la mano de su novia. Quedaron pegados, eso sí, pero la
chica gritó hasta que llegó la policía. Fue necesaria la intervención de un médico para despegarlos.
«Cuando quiera retener a su novia —le dijeron a Waldemar—, reténgala con amor, no con
cemento.»

El amor es la fuerza de unión más grande que se conoce. Funde a dos almas en una sola, de manera
que ya no son dos, sino una: un alma, un cuerpo y un espíritu. El amor puede juntar, en vínculo
indisoluble, a personas de las más diversas razas, culturas y categorías sociales.

El amor forma vínculos que jamás se rompen y que se hacen más fuertes y sólidos con los años. Une,
con cemento divino, almas, mentes y destinos. Pero los vínculos y lazos del amor no son físicos. No
están hechos de cemento ni de hierro. Los lazos del amor están hechos de amor: amor procedente de
Dios, como el don más exquisito.

Cualquier pareja que quiera sentir ese amor debe pedírselo a Jesucristo. Porque sólo cuando una
persona que ha estado muy perdida encuentra a Cristo y experimenta su grandiosa salvación, conoce
lo que es el amor divino. Y sólo conociendo el amor divino puede amar verdadera, profunda y
eternamente. Mucho del amor presente no es más que pasión barata. El amor que brota de un
corazón purificado por Cristo es amor genuino.

AL AMPARO DEL AMOR GENUINO


por Carlos Rey

Era una muchacha del pueblo. Pobre, desaliñada, perdida, pasaba de mano en mano como moneda
falsa, pero ninguno se quedaba más que un rato con ella. Le habían puesto un mote humillante. Ella
lo soportaba con resignación, la misma resignación con que soportaba toda su vida de vergüenza y
tristeza.

Un día un hombre rico del pueblo le dijo: «Ven a vivir conmigo.» Y la muchacha aceptó su oferta. De
ahí en adelante tuvo un hombre a su lado. Tuvo hogar. Tuvo un lecho digno. Y sobre todo, tuvo lo
que nunca antes había tenido: tuvo amor.

Pasaron los años. La muchacha olvidó su pasado. Supo lo que era la felicidad. Fue fecunda. Tuvo
hijos hermosos e inteligentes. Y cuando murió el hombre que la había amparado, quedó dueña de su
apellido, de su dignidad y de su herencia.

Esta historia verídica, aunque anónima, muestra lo que puede lograr el amor cuando es genuino. No
hay fuerza en el mundo superior a la fuerza del amor. Aunque algunos digan que el odio, la venganza
y la codicia son pasiones más fuertes, y que el dinero y las armas tienen más potencia, el amor sigue
siendo la fuerza más grande del mundo.
La historia de esta muchacha, que vivió una juventud perdida pero que posteriormente conoció el
bienestar económico y moral, puede interpretarse como una alegoría o una ilustración de la obra de
Jesucristo a favor de cada mujer, cada hombre, cada joven o cada señorita que andan perdidos en la
degradación y la miseria. Porque aquel hombre que redimió civilmente a la joven del mote humillante
le dio su amor y todo lo que el amor auténtico conlleva. Le dio dignidad, le dio su nombre, le dio
bienestar económico y, por último, le dio su herencia.

Esto mismo hace Cristo con cada pecador que se arrepiente y que acepta su oferta de vivir al amparo
de su amor divino. Le da ese amor genuino, eso sí, pero también le da su dignidad, le da su nombre,
le da bienestar material y moral y, por último, le da la herencia del cielo.

La razón es la misma. Lo hace por amor, porque en el fondo de todo acto redentor verdadero está el
amor. Sólo el amor tiene el poder necesario para hacer algo semejante.

Pero hay una diferencia fundamental entre lo que hizo Cristo y lo que hizo el hombre de la anécdota.
Cristo murió por nosotros y resucitó para que pudiéramos tener vida abundante y eterna. El amparo
que nos ofrece a todos los que creemos en Él y le entregamos nuestra vida —la salvación que dura
por la eternidad— es una herencia incomparable.

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